Artículos de Prensa

Artículos de Prensa de José Mª Izquierdo Rojo

sábado 24 de julio de 2010

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miércoles 29 de abril de 2009

No sólo pasión y patadas


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En una de las pequeñas historias que preceden a la que cuenta las aventuras de «Don Camilo», Giovanni Guareschi dice: «Los muchachos de hoy hacen reír cuando van en bicicleta: guardabarros, campanillas, frenos, faroles eléctricos, cambios de velocidad, ¿y después? Yo tenía una Frera cubierta de herrumbre, pero para bajar los dieciséis peldaños de la plaza jamás desmontaba: tomaba el manubrio a lo Gerbi y volaba hacia abajo como un rayo».

Cuento esto porque hace unos días me vino el párrafo a la cabeza cuando vi a unos niños, de 10 años más o menos, jugando animadamente al fútbol. Lo hacían en un campo bien marcado, con porterías de madera y hasta algo de yerba en el suelo. Iban bien equipados: botas con tacos, medias, camisetas del mismo color en cada equipo y pantalones a juego. Cada «porterín» usaba guantes y rodilleras. Había un entrenador por bando, árbitro vestido de negro y muchos padres en los márgenes del campo animando a sus chicos. El balón, de reglamento.

Nosotros, cuando salíamos del Instituto Alfonso II, cogíamos una piedra pequeña y plana que hacía de balón, buscábamos dos alcantarillas opuestas en la calle de Santa Susana (pues la de este periódico, Calvo Sotelo, estaba entonces sin asfaltar y no tenía alcantarillas) y allí echábamos grandes partidos. Cuando empezó a haber demasiados coches y nos veíamos forzados a interrumpir el juego con frecuencia, jugábamos en el Bombé, cambiamos las alcantarillas por bancos enfrentados, y con una pequeña pelota de goma disfrutábamos como verderones. También jugábamos en la Herradura, aunque ahí no había «porterías naturales» y las marcábamos con pequeños montones de carteras de libros, gabardinas o ambos. Algún árbol ayudaba. Por supuesto que usábamos zapatos o botas de calle y la misma ropa de siempre. La carencia de árbitro favorecía las discusiones, los insultos y hasta las pequeñas peleas.

Con todo, sea de la precaria forma de antaño o de la lujosa de hogaño, estoy muy a favor de que los muchachos jueguen al fútbol (o a deportes semejantes) y voy a explicar por qué.

En primer lugar, el fútbol va creando en los chicos la idea de que hay unas normas que es preciso respetar, y que si no las respetan, el resultado de la acción -aunque fuera aparentemente bueno- no sirve de nada porque es anulado, e incluso puede ocurrir que el que hace dicha acción no reglamentaria sea castigado.

Sencillo es tomar el balón con la mano y meterlo en la portería contraria, pero de nada sirve. La trampa es inútil y, con toda probabilidad, tendrá su castigo. Las normas que nos hemos dado, y hemos aceptado (al menos por mayoría) hay que cumplirlas, tal como sucede en la vida real.

En segundo lugar, y relacionado con lo anterior, el fútbol hace ver a los muchachos que hay una autoridad que es preciso respetar: la del árbitro en este caso, que tiene potestad incluso para expulsarnos del campo sin apelación posible ni argucia dilatoria. Esto creo que es importante en esta época, en la que la autoridad de los padres está perdida o no se ejerce, y la de los educadores está limitada precisamente por no existir la parental. Más autoridad tiene un árbitro para expulsar a un jugador del campo que un profesor para echar a un gamberro de la clase.

Otra idea que intenta transmitir este deporte es que el exceso puede ser nocivo. Bien está que un jugador busque la victoria de su equipo y se emplee a fondo, pero si se pasa en ardor y usa la violencia, tiene muchas posibilidades de ser expulsado, con lo que causará un grave perjuicio al equipo que quería que fuese vencedor a toda costa. No es mala enseñanza ésta de que la moderación es superior al exceso, y lo justo a lo demasiado.

Por último, entiendo que el fútbol, al ser jugado por once personas, favorece la noción de trabajo en equipo. No es tan importante hacer una buena jugada individual como triunfar y llevarse la victoria y los puntos. Esto es interesante y puede ser hasta formativo en un país tan individualista como el nuestro. Quizá no sea casualidad que -hasta hace poco- hayamos destacado más en deportes practicados por una sola persona (ciclismo, tenis, piragüismo, atletismo, etcétera) que en los de equipo. Esto, afortunadamente, está cambiando con las nuevas generaciones.

Por todo lo expuesto, creo que el fútbol no es sólo pasión, patadas y griterío, o al menos no tendría que serlo. Hay también, como en la mayoría de los deportes, un aspecto educativo, que quizá -entre todos- debamos favorecer. No es malo que los chicos jueguen al fútbol y a deportes similares, y me alegro mucho de que ahora lo puedan hacer con portería y balón «de verdad», y no con la penuria de la piedra y las alcantarillas.

Publicado en "La Nueva España" el 29 de Abril de 2009.

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lunes 22 de diciembre de 2008

Del Oviedín de antaño: Ernesto y Blas


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Hace unos sesenta años Ernesto se ganaba la vida haciendo recados por Oviedo con su carrito ligero tirado por un burro. Lo mismo llevaba un par de lecheras grandes que un cajón de libros; o un sofá que iba al tapicero como un odre lleno de vino que venía de la taberna. Un día, siendo yo niño, mi madre se empeñó en llevar a arreglar un enorme reloj de pared, el doble de alto que yo, que había dejado de funcionar. Vino Ernesto y lo cargó con mi ayuda y la del portero de la finca, y cuando se disponía a marchar con el voluminoso reloj, yo, que me moría de ganas de subir al carro, le pregunté que si me dejaba ir con él. Ernesto, que era muy mirado, le preguntó antes a mi madre, que autorizó el pequeño viaje urbano, con lo que -encantado de la vida- me subí al carro, al lado de Ernesto, sin dejar de preguntar todo lo que se me ocurría, que era mucho.

Yo había leído algunas historias de carreteros que blasfemaban y pegaban mucho a las caballerías y quería saber si era cierto, pero como no me atrevía a preguntarle a Ernesto si blasfemaba y castigaba al animal, dije prudentemente:

-¿Hay que pegarle mucho a este burro para que ande?

-¿Pegarle? No, a «Blas» no hay que pegarle. Le dices lo que hay que hacer y lo hace.

-¿Se llama «Blas»?

-Sí, atiende por «Blas». Es muy inteligente.

-¿Pero no es un burro?

-Sí, pero un burro listo. O sea, un asno, un pollino, dijo todo serio Ernesto. Mira, a ver qué te parece lo que vas a ver.

Bajábamos por la calle Gil de Jaz, a punto de entrar en Uría y teníamos que ir a Doctor Casal. Ernesto soltó las riendas y un poco después dijo enérgicamente en alta voz: «¡A la derecha!», y «Blas», obediente, giró hacia ese lado. Ya enfilaba Uría adelante, cuando el transportista dijo con grito estentóreo: «¡A la izquierda!». Y el jumento tomó hacia abajo por Doctor Casal. Naturalmente yo estaba asombrado y pregunté si también me obedecería a mí. Ernesto, cauto, dijo: «No sé, este "Blas" es muy suyo, a lo mejor extraña la voz, pero prueba a ver».

Pasamos Melquíades Álvarez y en el siguiente cruce de nuestro trayecto teníamos que girar de nuevo a la izquierda, para entrar por Campoamor. Las riendas estaban sueltas, colgando dentro del carro, y yo dije con mi vocecita infantil: «¡A la izquierda!». «Blas» pareció desconcertado. Ernesto me dijo por lo bajo: «Repítelo más fuerte, grítale con ganas». Así lo hice y esta vez «Blas» hizo el giro ordenado con toda naturalidad.

Yo hubiera repetido las órdenes con gusto, y varias veces más, pero Ernesto, otra vez muy serio, dijo: «Voy a coger las riendas. No se debe abusar de la inteligencia de los demás...».

Publicado en "La Nueva España" el 22 de Diciembre de 2008.

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viernes 12 de septiembre de 2008

Recuerdo de un compañero


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Supongo que es lo normal permanecer un buen rato con la hoja en blanco delante, mirando inexpresivamente el papel, cuando uno se propone escribir algo sobre un amigo muerto inesperadamente.

-¿Y por qué hacerlo?, me pregunto.

-No lo sé, me contesto. Pero siento cierta necesidad; una especie de deseo más o menos consciente, nebuloso, inconcreto. Parece como si me fuera a producir cierta tranquilidad o alguna satisfacción que los demás sepan lo que pensaba de él, que se enteren de que siempre lo tuve por un gran muchacho, que lo apreciaba, que admiraba lo poco que de él conocía.

En realidad nuestras conversaciones fueron escasas y no muy largas. Él era parco en palabras y yo no soy locuaz. ¿De dónde viene pues la silenciosa camaradería, la casi tácita amistad, el lacónico respeto mutuo? Pues viene de la primera hilera de la derecha en la formación de la Compañía que nos dio común albergue en el campamento de Montelarreina, en la milicia universitaria. Allí fuimos compañeros durante dos veranos. Compañeros de hilera, pero no de fila, porque él ara algo más alto que yo y, por tanto, estaba en la fila de delante. Día a día desfilábamos juntos y no debíamos de hacerlo mal porque a ambos nos habían colocado en la primera hilera de la derecha, que es la que más se ve.

Él iba inmediatamente delante de mí, en la primera o segunda fila, de modo que en los frecuentes descansos y sobre todo en las largas esperas que teníamos que soportar formados, no era raro que se diese la vuelta y que charláramos algunos minutos, no muchos, pues ya digo que era poco hablador. Nuestra común y orgullosa asturianía reforzaba la curiosa y escueta relación «posicional» que tuvimos.

Era, entonces, Ernesto un muchachote sano y fuerte. Era la viva estampa de la salud y de la fortaleza. Callado, noble, sonriente, amigo de todos y enemigo de nadie, se hacía querer tanto por los mandos como por los compañeros.

Después lo vi muy poco, apenas tres o cuatro encuentros fortuitos en más de cuarenta años, alguno en Celorio, donde pasaba algunos fines de semana trabajando en su jardín. Pero nuestra amistad de la hilera de la derecha se mantenía, quizá más en el recuerdo que en la realidad.

Siempre lo tuve por un corredor de fondo; tenaz, constante, tesonero, poco amigo de los triunfos fáciles o rápidos. Era hombre discreto, sencillo, nada alambicado. No sé lo que él pensaba de mí, pero nada malo podía ser, pues creo que la maldad le era desconocida, como les ocurre a muchos amantes de la montaña.

Desde nuestra sobria amistad, fraguada en la primera hilera de la derecha de la formación en la común compañía de Montelarreina, lleno la hoja en blanco con estos desgranados recuerdos de un hombre de bien, un noble deportista y un médico amigo.

Publicado en "La Nueva España" el 12 de Septiembre de 2008.

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martes 3 de junio de 2008

La primera infusión de té


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Se dice, probablemente con razón, que el té es originario de China. Es un arbusto, casi un pequeño árbol, que llega a medir entre tres y cuatro metros, con cuyas hojas, ligeramente tostadas, se hace la infusión que todos conocemos, que se bebe en los cinco continentes desde hace años y que es muy apreciada, sobre todo en algunos países, como el Reino Unido, China, Japón, Holanda y países árabes.

Lo que no está muy claro es el porqué y el cómo del comienzo del uso de la infusión.

En un antiguo relato oriental se dice que hace más de mil años, un emperador chino había ido a comer al campo. Como es natural, le acompañaban algunos sirvientes que hicieron un fuego y prepararon el condumio. Tras la abundante pitanza, un cocinero -sin que sepamos la razón- puso a hervir agua en un recipiente.

Como la comida había sido excelente y nada escasa, y había estado acompañada de bebidas espirituosas, el emperador se quedó profundamente dormido en una plácida siesta. Probablemente los sirvientes también dormitasen, tranquilizados por el acompasado y bien audible ronquido de su amo.

La tradición dice que una hoja del árbol del té, que estaba encima del recipiente, se desprendió de la rama y fue a parar al agua hirviendo, y de ahí surgió la infusión. Al despertarse el emperador, sediento por lo copioso del almuerzo, vio el agradable color que había tomado el agua, y decidió probarla. Parece ser que le gustó, y ordenó recoger algunas hojas para repetir la operación en las cocinas del palacio.

La historia puede ser verosímil, aunque yo creo que se olvidan de un elemento que creo esencial: el viento. Estoy convencido de que tuvo que haber una ráfaga de viento que hiciera caer no una, sino varias hojas del árbol en el agua hirviendo. Esa misma ráfaga habría apagado el fuego, con lo que se producían las condiciones más favorables para que naciese una infusión de té verde (que no debe apenas hervir).

Cabe incluso pensar que alguno de los cocineros que acompañaban al emperador lo probase también, y que su intuición culinaria de profesional le hiciera decir:
-Quizá mejorase con unas gotas de miel.
-Pues añádaselas, pudo tal vez responder el emperador.

Y así nació una bebida universal, cuyo comercio llegó a provocar competiciones entre los veleros más rápidos del mundo, que deseaban ser los primeros en llegar a Europa con la reciente cosecha de té oriental, para conseguir el mejor precio de venta.

La deseada y aromática hoja desempeñó también su papel en la independencia de los Estados Unidos, cuando Inglaterra gravó el té de la colonia con impuestos y los patriotas norteamericanos se rebelaron y tiraron al mar varios cargamentos de ese producto (Boston Tea Party), lo que enfureció al rey británico. Ésta fue una de las causas de la guerra que condujo a la emancipación de los EE UU.

Quizá algunos de los aficionados al té ignorasen que su bebida predilecta tuvo origen en la afortunada conjunción de tres circunstancias: una comida campestre, una plácida siesta y -según creo- una oportuna ráfaga de viento.

Publicado en "La Nueva España" el 3 de Junio de 2008.

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miércoles 21 de mayo de 2008

La ley de Igualdad


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Nicolás era el voluntarioso alcalde de Grisalvo, un gran pueblo o pequeña ciudad del Levante español que había crecido mucho en los últimos años. Entre el turismo, las empresas de zapatos y las fábricas de juguetes, el número de habitantes se había triplicado y Nicolás gobernaba ya a más de sesenta mil almas, lo que le traía no pocos disgustos y quebraderos de cabeza.

Uno de ellos llegó cuando la ministra de Igualdad anunció su visita a la floreciente población. Iba a inaugurar una residencia para ancianos y ancianas (así se lo comunicaron, sic), y Nicolás, hombre que venía del campo y poco acostumbrado al protocolo y a los convencionalismos sociales, empezó a inquietarse profundamente y a ponerse nervioso.

- ¿Qué podríamos hacer para agradar a la Ministra?, preguntaba a sus concejales más próximos.

- Lo mejor será hacerle una recepción en el Ayuntamiento, dijo uno.

- Seguramente querrá decir unas palabras al pueblo para que vean los vecinos que se preocupa de nuestros mayores, dijo otro.

Pues eso haremos, dijo Nicolás aliviado. La recibiremos y saludaremos aquí en el Consistorio, le ofrecemos un café o un refresco y le pedimos que salude al pueblo desde el balcón. Así les dirá a lo que viene y se quedará contenta.

Un concejal expresó una objeción sensata:

-Pudiera ser que apenas viniera gente a la plaza para oír a la Ministra. Es nueva en el cargo y poco conocida por estos pagos?

-Eso lo arreglamos organizando una monumental paella, como hacemos en la fiesta del verano. Después de la charla de la Ministra se hace el reparto de raciones. Así seguro que se llena.

Otro concejal expresó también su opinión:

-Sin duda, le agradaría mucho ver que en este pueblo se cumple la igualdad, al menos la de sexos. Tendremos que procurar que en todo lo que vea estén representados hombres y mujeres a la par.

Eso les pareció a todos muy razonable, especialmente a Nicolás, que como hombre de campo iba más al fondo que a la forma. Para él estaba muy claro que «obras son amores, y no buenas razones». Si la Ministra veía igualdad por doquier se iría más satisfecha que si le daban una lujosa recepción.

Consiguientemente, Nicolás procuró que hubiera amplia representación femenina en todos los estamentos que la Ministra pudiera ver. Habló con el jefe de los municipales para que desplegara ese día a todas las mujeres guardias que hubiera (que eran pocas), y lo mismo le pidió al sargento de la Guardia Civil. En la banda de música, las escasas féminas que tocaban instrumentos debían estar bien visibles, al igual que las concejalas durante la recepción. También se ocupó personalmente de que hubiera, entre los cocineros de la paella, un número similar de varones y de mujeres, lo que era importante porque desde el balcón se distinguía todo con mucha nitidez.

Respecto al público en general no habría problema, pues acudirían personas de ambos sexos. Todo parecía arreglado. La Ministra se iría con una gratísima impresión.

De repente, una idea inquietante empezó a corroerle las meninges. Era la que se refería a los pordioseros. En el pueblo había muchos. Quizá por la benignidad del clima y por la riqueza que proporcionaban el turismo y la industria, no menos de treinta vagabundos pululaban por la próspera ciudad, y al enterarse de que habría paella gratis en la plaza, seguro que todos acudirían en masa, se harían notar por su aspecto y la Ministra los distinguiría perfectamente desde el balcón.

Bien es verdad que los pordioseros de Grisalvo no hacían daño a nadie y que la mayoría era incluso tratable, pero Nicolás empezó a preocuparse gravemente, y no por la impresión que pudieran dar de suciedad y desaliño, sino porque no había entre ellos ninguna mujer. Por más que se devanaba los sesos, Nicolás no recordaba haber visto nunca pordiosera alguna. Había dos o tres mendigas que pedían en la puerta de la iglesia o en una esquina de la plaza, pero eran mujeres con domicilio fijo, que tenían su casa, o al menos su habitación, y que no estaban muy sucias ni desaliñadas. Pordioseras vagabundas, lo que se dice errabundas de greñas y mochila al hombro, de ésas no había ninguna. Si no veía vagabundas, no ya en proporción similar a la de varones, sino simplemente dos o tres de muestra, ¿lo consideraría la Ministra un desacato a la ley de Igualdad? ¿Le parecería una burla a la importancia de su flamante Ministerio? ¿Iría diciendo a Madrid que en Grisalvo no se tenían en cuenta las geniales ideas del Presidente? ¿Lo tomaría éste a mal?

Nicolás estaba desconcertado. Habló con los concejales, pero ninguno sabía dónde podría haber un buen puñado de pordioseras para la ocasión.

Después de mucho pensar, se le ocurrió que dos de sus hijas ya mozas y alguna de sus amigas podrían disfrazarse de indigentes y así equilibrar la balanza. La Ministra vería pordioseros y pordioseras, mendigos y mendigas, vagabundos y vagabundas, menesterosos y menesterosas, etcétera, y se marcharía encantada de la vida y de la eficacia de su Ministerio.

Así lo hizo el ingenioso alcalde, y el día de la gala, en la plaza Mayor, escuchando a la señora Ministra y esperando el reparto de la gigantesca paella, se podía ver a unos veinte vagabundos agrupados en una esquina de la plaza y a siete u ocho vagabundas en otra. Nicolás estaba radiante y feliz por el buen término de su brillante idea. Nadie podría decir que en su ciudad se discriminaba a los pordioseros.

No todo acabó tan bien, pues cuando terminaron los vagabundos de comer la paella, bien regada con el vino que abundaba, vieron que las vagabundas eran jóvenes y guapas, con lo que se acercaron a ellas y las abordaron. Quizá por eso de la fraternidad gremial, algunos quisieron propasarse y tuvieron que intervenir los municipales. Pero eso ya fue después de que la Ministra se hubiera marchado.

Publicado en "La Nueva España" el 21 de Mayo de 2008.

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domingo 20 de abril de 2008

¿Es progreso cerrar hospitales psiquiátricos?


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Eso de la asistencia psiquiátrica pasa por fases, como tantas otras cosas. En unas se tiende a encerrar a los lunáticos, y en otras a dejarles que hagan lo que les plazca. Va por épocas y por gobiernos.

Los que se llaman progresistas tienden a pensar que no se debe encerrar a nadie, que lo de internar en manicomios es una antigualla que puede prestarse a abusos y a incapacitaciones dolosas e indebidas. En consecuencia, abogan por cerrar los psiquiátricos y reconvertirlos para otros fines.

Los de tendencia conservadora buscan la seguridad del público en general, y son partidarios del control hospitalario de los enfermos mentales, y si llega el caso, de internarlos por una temporada. Claro está que para el control hospitalario y para ingresarlos algún tiempo se precisa un hospital psiquiátrico.

Hace ya años algunos psiquiatras italianos, seguidos de no pocos españoles, llegaron a decir que la culpa de la existencia de las enfermedades psiquiátricas la tenía la sociedad, que era «alienante». Curiosamente esa actitud se consideró (a sí misma y por sus secuaces) «progresista», y los gobiernos del mismo signo, o sea, los sedicentes progresistas, empezaron a desmantelar los manicomios oficiales y, por tanto, la asistencia psiquiátrica hospitalaria, dejando a los orates en la calle, desprotegidos ellos y desprotegida la sociedad de los posibles desmanes de los alienados.

Esto es muy curioso, pues los progresos científicos van todos en la dirección contraria: las enfermedades mentales tienen, en su inmensa mayoría, una causa orgánica: sea un trastorno del metabolismo cerebral, sea un virus neurotropo, sea una degeneración celular o tisular, etcétera, y muy especialmente la esquizofrenia, que es la causante de la mayoría de los desaguisados cometidos por dementes. Lo que ocurre es que no siempre conocemos la etiología exacta, pero sí sabemos de su organicidad.

Parece, por tanto, lógico pensar que lo moderno, lo actual, lo «progresista», es considerar al enfermo psiquiátrico como a otro cualquiera -dada la indudable organicidad de su mal-, y, en cambio lo antiguo, lo trasnochado, lo «reaccionario», es buscar «culpas» de la enfermedad. Atribuir la esquizofrenia a la presión de la sociedad «alienante» se parece mucho a atribuirla al castigo por el pecado o a la actividad del demonio, y en el terreno científico resulta hoy día una actitud enormemente «reaccionaria», además de profundamente ignorante.

Si las enfermedades psíquicas son, en su mayoría, exactamente iguales que las demás en lo que a sus causas se refiere, cerrar los hospitales psiquiátricos equivale a eliminar los hospitales generales, o al menos una parte de ellos.

Sabemos que extensas áreas del cerebro expresan su enfermar con síntomas psiquiátricos. Suprimir la asistencia a esos pacientes sería como eliminar los servicios de digestivo o de ginecología de un hospital general.

Eso es lo que se ha hecho en España. Se han desmantelado los hospitales psiquiátricos estatales y no se ha creado una red de asistencia psiquiátrica hospitalaria que los sustituya. Bien sé que en algunos casos, hace muchos años, ciertos manicomios no eran sino «almacenes de razones perdidas», pero a lo que eso obliga es a mejorarlos, no a eliminarlos.

El control hospitalario, en cualquier enfermedad, es más profundo y eficaz que el control ambulatorio del dispensario, pues permite los ingresos en las fases agudas, tan frecuentes en las enfermedades psiquiátricas, como ocurre con los brotes en la esquizofrenia o las fases extremas de la psicosis maniaco-depresiva, por ejemplo.

Los tristes resultados de esta moderna actitud «reaccionaria» disfrazada de progresista los tenemos desgraciadamente a la vista. Recientemente ha habido varios casos de esquizofrénicos descontrolados que han provocado no pocas desgracias. ¿Hubieran podido evitarse algunas?

Publicado en "La Nueva España" el 20 de Abril de 2008.

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viernes 18 de abril de 2008

Deportistas pasivos


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Cada día hay más y cada vez más variados. Ahora, en primavera y verano, los ciclistas empiezan a alcanzar a futbolistas y baloncestistas, llegando incluso a igualarlos y sobrepasarlos. Ha aumentado exponencialmente el número de los pilotos de Fórmula 1, y siguen creciendo los golfistas.

El objeto necesario para poder practicar el deporte pasivo no es la bicicleta, ni el balón adecuado, ni los palos de golf. Menos aún el coche de carreras. El objeto imprescindible es el televisor, seguido de cerca por el sillón o el sofá, y a cierta distancia por la mesita auxiliar.

El deportista pasivo, al que algunos enfáticamente llaman «receptivo», puede practicar su deporte favorito solo o acompañado. En cualquier caso, suele hacer buen acopio de cerveza fría, sangría, tinto de verano o bebida similar, y en ocasiones -según las circunstancias- café o cubalibre.

Encenderá el televisor y ahí empezará a practicar su deporte favorito, que -sea el que sea- le permitirá disfrutar del increíble placer que se obtiene viendo sudar a los demás mientras uno permanece fresquito y descansado. Es tremendamente gratificante ver a los deportistas activos echando el bofe sobre la bicicleta cuando escalan las más empinadas rampas, a los que corren afanosamente el extenso campo de fútbol perseguidos por contrarios, o a los que toman curvas a doscientos por hora, mientras el deportista pasivo devora cómodamente pinchos de tortilla, se refresca con la cervecita, cambia de postura en el sofá y se emociona con los goles que marca su ídolo.

Se decía de algunos patricios romanos que cuando estaban en sus palacios de invierno y nevaba abundantemente, hacían que sus esclavos encendieran las estufas y chimeneas y, acto seguido, les ordenaban pasear por la nieve que rodeaba el palacio. Disfrutaban así del placer de sentirse abrigados y calentitos en su casa viendo cómo otros pasaban frío a la intemperie. Recuerdo haber leído que algunos patricios -obviamente crueles- ordenaban a los esclavos pasear descalzos.

Supongo que esto tendrá algo que ver con esa afición tan española que consiste en ver trabajar a los demás mientras nosotros estamos ociosos. Fíjense en una obra cualquiera próxima a un paseo o a una calle peatonal. Probablemente verán a docenas de desocupados que miran atentamente cómo cuatro o cinco obreros hacen el trabajo. Muestran tanto interés los supervisores que parecen los capataces encargados de la vigilancia de la obra. El espectáculo está servido.

En verano suele aumentar el número de desocupados, por lo que la proporción mirones/trabajadores puede llegar a ser de cinco a uno. El sudor que resbala por la piel de los obreros -que al mediodía ya tienen el torso desnudo por el calor- añade atractivo a la carpetovetónica distracción.
Si hay tiempo suficiente, pronto empiezan a oírse las observaciones de los espectadores: «Ese muro no está bien alineado». «Tampoco está bien cargado». «Queda débil». «Ahora ya no se trabaja como antes». «Sin máquinas quisiera yo ver a ésos…» «Ahora aprenden el oficio por correspondencia…» «Luego pasa lo que pasa…»

Tal parece que todos y cada uno de ellos fueran ingenieros, arquitectos o expertos directores de empresas.

Lo mismo le ocurre al deportista pasivo. Opinará de los lances del juego, de las intenciones de los entrenadores y de las decisiones de los árbitros. Y lo hará con tal convicción, denuedo y vehemencia que puede resultar arriesgado, incluso peligroso, contradecirle. No pocos divorcios empezaron por frases tan inocentes como: «Pues a mí no me pareció penalti», «Hay que reconocer que los otros jugaron mejor» o «Los árbitros también son humanos».

La gran diferencia entre el deportista pasivo y el activo es que el primero gana kilos mientras que el segundo los pierde. Pero, claro, eso del metabolismo ya es harina de otro costal.

Publicado en "La Nueva España" el 18 de Abril de 2008.

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jueves 3 de abril de 2008

Marcelo el sereno


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Eso de los serenos es otra de las buenas cosas peculiares de España que, por igualarnos con el extranjero, nos fueron quitando nuestras autoridades, que suelen ser muy esnob, además de incompetentes e ignorantes, por lo general.

Hace un par de siglos, mal contados, cuando muchos españoles emigraron temporalmente al Reino Unido por mor del absolutismo real, se establecieron en un determinado barrio londinense. Ya saben ustedes lo que sucede en esos casos, que iban llegando españoles exiliados al extranjero y buscaban la compañía y ayuda de sus compatriotas, con lo que al cabo de un tiempo en el barrio se oía más español que inglés. Esas personas, emigrantes en país lejano, estaban acostumbradas a la seguridad y comodidad que proporcionan los serenos durante la noche, por lo que, pasado algún tiempo, solicitaron y consiguieron que el Ayuntamiento de Londres les permitiera tener serenos en su barrio. Ése es un ejemplo de flexibilidad, comprensión y tolerancia.

Aquí, en cambio, nos cargamos tan eficaz y entrañable oficio, a pesar de que en muchas ciudades, como Madrid y Valladolid, eran toda una institución. Cuando vivía y trabajaba en la capital, el sereno de mi calle se llamaba Marcelo, y obviamente era asturiano, de Cangas del Narcea.

Marcelo era un buen paisano, siempre sonriente, que me abría la puerta, educadamente me dejaba pasar primero y a continuación daba la luz de la escalera y las buenas noches. Yo subía a casa con un regusto amargo al pensar que a Marcelo le esperaba una noche en vela en medio de un frío casi polar, mientras yo leía primero y dormía después bien calentito en mi cama. Cuando tuve más confianza aprovechaba el paisanaje común y le preguntaba:

-Marcelo, ¿no se le hacen largas las noches ahí en la calle, tan solo?

-Vaya, no crea que tanto. Ahora, hasta las doce, más o menos, estoy entretenido con los portales y después apago las luces de unos cuantos escaparates. De seguido, y justo antes de que cierre, me tomo un café en el bar de Cirilo, ya sabe cuál es, ahí un poco para abajo, que cierra muy tarde, cerca de la una; doy más tarde unas cuantas vueltas para asegurarme que está todo en orden y después, ya tranquilo, me tomo una copa de coñac, de este que traigo en la petaca, que me entona mucho. Así voy pasando…

-Pero ahora en invierno hará un frío atroz, ¿no se mete en algún portal calentito?

-No señor, en un portal no, pues no vería la calle y seguramente no oiría si me necesitan. Algún día, a eso de las cinco que es cuando más aprieta, me tengo metido en un coche. Desde dentro se vigila bien la calle y si bajo un poco la ventanilla puedo oír las palmas si las tocan.

-¿Pero hay coches abiertos?

-Siempre hay alguno. Entre tantos que aparcan por aquí no es raro que a alguien se le olvide cerrarlo.

-Si usted quiere, Marcelo, yo puedo dejar el mío abierto estas noches de más frío. Estando usted cerca, el coche estará seguro.

-Quiá, no se moleste en eso. Como digo, siempre hay alguno que se queda abierto.

A muchos españoles nos pareció un error lo de suprimir los serenos, pero las autoridades no suelen molestarse en intentar saber lo que quieren los ciudadanos. Hacen lo que se les pone en los huevos y ya está. Véase lo de ir a Irak o los acuerdos con ETA.

Menos mal que hay excepciones, como Gijón o Chamberí. Las estadísticas, al menos las que he manejado, mostraban que la mayoría de los españoles estaba a favor de los serenos. Esperemos que vuelvan.

Publicado en "La Nueva España" el 3 de Abril de 2008.

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miércoles 19 de marzo de 2008

Mitos y mareas


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Los mitos, como los cuentos y las leyendas, siempre han sido del agrado de los humanos. Ahora vivimos tiempos de desmitificación, quizá porque la ciencia progresa, y al avanzar nos va explicando el porqué de muchos de los sucesos que antes parecían mágicos, míticos, inexplicables.

Seguramente todo empezó por el amanecer. Para nuestros antepasados, la diaria salida del sol tuvo que ser un misterio lleno de belleza, como la que encierran tantos otros mitos. Después llegaron Copérnico, Galileo, Newton y otros, que nos explicaron científicamente el cómo y el porqué del fenómeno. Del carro del sol conducido por Apolo, pasamos a las fuerzas de la gravitación universal y al movimiento de rotación de la Tierra.

En la fisiología ocurrió algo parecido. Quizá fue el corazón una de las vísceras más desmitificadas. Considerada antaño cuna del amor, de los afectos y de las pasiones, ha pasado hoy día a desempeñar un prosaico papel de bomba inyectora, cuyos devaneos no influyen en los sentimientos, sino más bien en el electrocardiograma.

En el cerebro el asunto ha pasado a mayores. El entendimiento, la memoria, la confianza, etcétera, tienen sus áreas peculiares, sus circuitos preferentes, y su funcionamiento se desvela día a día. Una de las «potencias del alma» que decía San Agustín, la memoria, la tienen infinidad de aparatos electrónicos, y hasta muchos ascensores de las casas y asientos de los automóviles.

Incluso el amor, que parecía el último reducto del misterio, del mito y de la leyenda, está siendo minado por la ciencia. Sabemos que la serotonina influye en el sentimiento amoroso. Recientemente se ha visto que una hormona segregada por la neurohipófisis, la oxitocina, puede tener algunas acciones en este sentido. En una determinada raza de ratones existen dos variedades de individuos: los que habitan en las praderas, que son monógamos, comparten la cueva en la que habitan con su pareja, colaboran en la alimentación de las crías, se enfadan y deprimen si se les separa y son fieles de por vida. Puede decirse que habitualmente forman parejas estables. Incluso si enviudan, pocas veces se aparean de nuevo. Los ratones de la variedad de las montañas, por el contrario, son promiscuos, no forman parejas, o sólo con la madre cuando son jóvenes. Según ciertas investigaciones, los primeros tienen niveles de oxitocina más altos que los segundos. Si a las hembras de la variedad de las montañas se les inyecta oxitocina, hacen parejas con más facilidad, incluso sin apareamiento previo, y estables. Los antagonistas de la oxitocina invierten estos comportamientos. Parece ser que ambas variedades tienen receptores de oxitocina en el cerebro, aunque en lugares diferentes.
La oxitocina es una hormona segregada por la neurohipófisis que interviene en el mecanismo del parto. Se segrega en el parto, en la lactancia y durante el coito. Favorece la contracción del músculo uterino y la expulsión de leche.

Otra sustancia que -como decíamos anteriormente- parece intervenir es la serotonina. Son interesantes las experiencias de Donatella Marazzitti, que observó niveles bajos de serotonina en las plaquetas, tanto en los pacientes afectados de trastorno obsesivo-compulsivo como en los enamorados recientes («amor de enamoramiento»). Al año se habían normalizado.

El conocimiento científico no es sino una progresiva desmitificación. Mi esperanza son las mareas. Ese silencioso fluir y refluir de la mar, que mueve millones de litros de agua, que facilita la vida en la costa, que muda continuamente nuestro paisaje. Ya sé que hay varias explicaciones científicas en las que interviene la atracción causada por el Sol y la Luna, pero -según creo- hay aún algunos detalles que permanecen oscuros. No todo se sabe en lo relativo a las mareas. Por eso me gusta ver la invasión de las aguas y su posterior retirada cada seis horas y cuarto. Puntualmente. Inexorablemente. Y celebro saber que no hay todavía explicación cabal, completa, absoluta; que aún nos queda una pizca de mito en el eterno devenir de las mareas. Benditas sean.

Publicado en "La Nueva España" el 19 de Marzo de 2008.

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domingo 9 de marzo de 2008

Respeto a los tribunales


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En el mundo en que vivimos parece que fuera obligado tener respeto innato y reverencial a los tribunales. Me refiero a los de justicia, que tanto dan que hablar. Yo supongo que los tribunales, como el resto de las personas e instituciones, tendrán que ganarse ese respeto. Una persona, para ser respetada por sus vecinos, tiene que comportarse dignamente, lo que suele incluir no hacer mal a nadie, mantener la palabra dada y cumplir con su deber. Supongo que, «mutatis mutandis», algo parecido ocurrirá con las instituciones.

Si partimos de esos supuestos, resulta muy difícil respetar al Tribunal Constitucional. No sólo está dilatando decisiones importantes -hay quien dice que por motivos políticos-, sino que emite sentencias que dañan la imagen que los ciudadanos tenemos de la justicia. En el famoso caso de «los Albertos», dicho tribunal asegura que hubo estafa, que esos señores (?) se quedaron con el dinero de pequeños ahorradores mediante engaño, pero no impone a los estafadores ninguna sanción, y -lo que es más grave- los tales individuos no tienen que devolver lo robado, a pesar de que son más ricos que Creso y los estafados, comparativamente, más pobres que las ratas.

Naturalmente que eso hiere de muerte al más elemental sentido de la justicia. Resulta imposible explicarse que sesudos varones especialistas en leyes hayan perdido el norte y piensen que una artimaña jurídica, por sutil que sea, pueda primar e imponerse al «sentido común de la justicia». Supongo que esas personas están metidas hasta las cejas, y enredadas, en normas, excepciones, otrosíes y considerandos. Supongo que saben tanto y viven con tanta intensidad los detalles y entresijos de la jurisprudencia que no pueden salir de ella. En sus enfotadas cabecitas, la juridicidad manda sobre la justicia. Los árboles no les dejan ver el bosque. Es la única ¿explicación? que se me ocurre. Hay otra, aunque prefiero no pensar en ella, a pesar de que en este mundo «todo cabe», como decía Sancho.

El resultado de esta agresión al sentido común de la justicia no es otro que el desprestigio del mentado tribunal. Aun suponiendo que hubiera algún resquicio legal que permitiera la exoneración de «los Albertos» después de quedarse con el dinero de probos ciudadanos, cualquier tribunal de justicia que respetase el espíritu de Astrea debería procurar que los estafadores tuvieran su castigo y, por supuesto, que los inocentes estafados recuperasen su dinero. Consecuentemente, debería huir de cuantos resquicios legales permitieran una prescripción del delito, que el propio tribunal en cuestión dice que existió.

Aquí lo tiene fácil el Constitucional, pues el Supremo y el fiscal general apoyan esa opción justa. Hubiera sido una buena ocasión para que ambos tribunales caminasen en direcciones parecidas. El Constitucional podría matar dos pájaros de un tiro: cumplir con el sentido común de la justicia y acercarse al Supremo aceptando las sugerencias de éste último, aunque más bien parece que está empeñado en que su opinión prive, aun a sabiendas de que perderá el respeto de muchos ciudadanos y de que se enfrentará a otras instituciones jurídicas de peso. La única explicación es que la prepotencia, el engreimiento y la soberbia superen al «sentido común de la justicia» y al deseo de concordia entre grandes tribunales.

Hay otra explicación, aunque prefiero no pensar en ella, aunque en este mundo «todo cabe» como decía Sancho.

Publicado en "La Nueva España" el 9 de Marzo de 2008.

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lunes 4 de febrero de 2008

La estatua del racista


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Generoso Álvarez Urruti, más conocido como «General Urruti», seguramente por las apócopes, seguidas de la síntesis, de nombre y primer apellido, era un político profesional provinciano, natural y vecino de Bilbao, que lo mismo servía para un roto que para un descosido. Quiero decir que no tenía ideas, sino que simplemente seguía las directrices del nacionalismo vasco, o sea, las de Sabino Arana, ese carlista que escribió, a propósito de los vascos: «Vuestra raza, singular por sus bellas cualidades, pero más singular aún por no tener ningún punto de contacto o fraternidad ni con la raza española ni con la francesa, que son sus vecinas, ni con raza alguna del mundo, era la que constituía a vuestra patria Bizkaya; y vosotros, sin pizca de dignidad y sin respeto a vuestros padres, habéis mezclado vuestra sangre con la española o maketa, os habéis hermanado y confundido con la raza más vil y despreciable de Europa, y estáis procurando que esta raza envilecida sustituya a la vuestra en el territorio de vuestra patria».

El General Urruti, allá en el fondo, estaba bastante de acuerdo con esas palabras, y por eso había contribuido a que se le hiciera una estatua a racista tan destacado como el tal Arana en lugar preferente de Bilbao. Al igual que su mentor, que había aprendido el eusquera ya bien crecidito, Urruti decidió recibir -pasados los 30- clases de la lengua que, según Arana, venía directamente de Dios, llegando, tras mucho esfuerzo, a entenderse con ella. En resumen, Generoso se consideraba un buen vasco, a fuer de nacionalista.

Con veneración leía las agudas frases de su admirado prócer: «La fisonomía del bizkaino es inteligente y noble; la del español, inexpresiva y adusta. El bizkaino es nervudo y ágil; el español es flojo y torpe. El bizkaino es inteligente y hábil para toda clase de trabajos; el español es corto de inteligencia y carece de maña para los trabajos más sencillos».

Cuando, en algún momento de lucidez, Generoso no veía esas diferencias tan marcadas como aseguraba su líder, otros de los escritos le daban la cumplida explicación: «El roce de nuestro pueblo con el español causa inmediata y necesariamente en nuestra raza ignorancia y extravío de inteligencia, debilidad y corrupción de corazón».

En resumen, que el General vivía en una nube nacionalista cuya ideología no era ni de izquierdas ni de derechas, sino que estaba fundamentalmente basada en el racismo y en el odio a España. Ésos eran sus ideales.

El General Urruti apenas si había salido del País Vasco. Allí se encontraba bien, y no era extraño que así fuera, pues ganaba un sueldo excelente, el trabajo no le mataba y vivía con su madre en piso propio, de modo que todos los meses le sobraba algo para el gato, que ya estaba bien repleto. Asistía a comilonas con frecuencia, era socio del Athletic y tenía abono para las corridas de feria. Se sentía satisfecho, aunque lo de los toros no lo cacareaba mucho, pues -aunque le apasionaba- podía sonar demasiado «español».

Pero la vida da muchas vueltas y el pobre General vio, en el mismo año, cómo se moría su madre y cómo su partido perdía las elecciones. Los nacionalistas estaban asombrados; casi tanto como cuando ETA asesinó a uno de los suyos, asombro que no podía sino significar colaboración, amistad y simpatía mutuas. El caso es que Urruti se quedó solo y sin empleo. El gato ahora bajaba, y los amigos, proporcionalmente. Casi nadie le llamaba General. La vida empezaba a ser aburrida y el recuerdo de su madre la teñía de tristeza.

El nacionalista en paro decidió viajar. Pensaba que podría encontrar otras gentes en situación parecida. Le hubiera gustado ir a Londres, pero no sabía más lenguas que el castellano y algo de eusquera, por lo que empezó por ir a Madrid. Allí cayó con buen pie en una peña taurina, donde hizo buenos amigos. En su compañía visitaba museos, bares y restaurantes. Acudía al teatro y hasta se echó una novia de Plasencia, Chelo, que era un bombón y a la que no le importaba que Generoso fuera vasco, o sea, que no seguía las doctrinas de Arana. Al poco tiempo el General estaba encantado. Todo el mundo le recibía bien y en Madrid, a pesar de los esporádicos asesinatos de las bombas de ETA, parecía que sobraba alegría de vivir.

Un día, a causa de su conocimiento del ambiente taurino, le ofrecieron un trabajo en Las Ventas. Era un buen asunto y Generoso aceptó. Decidió entonces vender su piso de Bilbao, al que ya no iba casi nunca. En cuanto tuvo ocasión, para allá se fue a gestionar la venta, acompañado por Chelo, que se interesaba mucho por todo lo que veía en la capital vizcaína. Un día que pasaban al lado de la estatua de Sabino Arana, Chelo preguntó:

-¿Quién era ese señor?

-Era… fue… pues era un hombre que no había viajado.

-¿Y por eso le hicieron una estatua?

-Es que los que se la hicieron tampoco habían viajado.

Aunque las respuestas no le parecieron geniales, Chelo, que le tenía bastante respeto a su novio, ya no se atrevió a seguir preguntando.

Publicado en "La Nueva España" el 4 de Febrero de 2008.

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lunes 28 de enero de 2008

Cirilo


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Cirilo Quintes Arredondo estaba de camarero en una lujosa cafetería del paseo marítimo de Gijón. En el trabajo, Cirilo llevaba chaqueta de paño, camisa blanca y corbata de seda, lo que le daba cierto aire serio, burgués y elegante, como si fuera un hombre tranquilo, pacífico y hogareño; pero en realidad su vida había sido la de un aventurero anarquista y vivalavirgen, al menos hasta que había sentado la cabeza, ya cuarentón, cuando conoció primero y se enamoró después de Paquita, una pescadera muy aparente que trabajaba en el mercado central.

El padre de Cirilo, que tenía fama de haber sido uno de los mejores pescadores de marisco de la zona, transmitió a su vástago, antes de morir en accidente, casi todos sus saberes, que no eran pocos. El chico, bien enseñado, destacó pronto en el arte, y no dejaba escapar una bajamar sin sacarle algún provecho, bien cogiendo unos kilos de percebes si la mar se dejaba, bien removiendo piedras para pescar a mano la andarica, bien usando el esparavel para la esguila. Tampoco era manco con las nasas, y entre unas y otras artes se ganaba la vida muy arregladamente, y además disfrutaba de la pesca, especialmente en el verano.

Durante el invierno, cuando las olas limpiaban el muelle, su querencia marítima le llevaba a vagabundear por puerto. Un día, después de beberse unas botellas de sidra con el capitán de un mercante, se enroló en un buque que hacía portes variados bajo bandera panameña. Allí pasó más de quince años recorriendo el mundo, al menos el costero, lo que le dio experiencia, serenidad y una razonable dosis de escepticismo.

Una mañana lluviosa de febrero Cirilo se había refugiado del orbayu en un pub del puerto de Aberdeen, en Escocia. El tiempo estaba desapacible, frío y húmedo, pero el ambiente del pub era acogedor, atopadizo, amistoso. Mientras tomaba una pinta de cerveza, oyó a dos clientes hablar en bable. Nada dijo, pero toda su infancia gijonesa le llegó a las mientes. Aquel mismo día decidió regresar a la villa.

Aunque traía ahorros, en Gijón siguió pescando marisco. Tenía buenos clientes, más o menos fijos, y entre ellos una pescadería del mercado central. Así conoció a Paquita, que le cayó bien de inmediato y le fue gustando a medida que la trataba, a pesar de que siempre olía a pescado por mucho que se lavase. Pero a Cirilo el olor a pescado fresco no le molestaba, con lo que pronto se hicieron novios y después se casaron. Como puede suponerse, en la boda abundaron el marisco y el buen pescado, todo muy fresco.

Después, con los años, lo de andar siempre metido en el agua se le hizo cuesta arriba, y empezó a verles el peligro a los percebes. Cuando un amigo le propuso empezar de camarero en una cafetería de su propiedad, Cirilo aceptó complacido. Tenía buen porte, maneras finas, honradez y la necesaria seriedad, sólo la necesaria, ni más ni menos. Allí sigue, razonablemente feliz. A veces Paquita le pide algún favor especial:

-Ciri, tengo un compromiso con un buen cliente, ¿no podrías sacar un par de kilos de percebes este fin de semana? La bajamar es a las once, no hará falta que madrugues…

Publicado en "La Nueva España" el 28 de Enero de 2008.

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domingo 13 de enero de 2008

Una cena moderna


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El padre de Bonifacio Lampreave Carrasco era funcionario retirado, que vivía en la calle Ezcurdia de Gijón. Lo que más le gustaba era leer el periódico, jugar al mus y que ganara el Sporting. La madre se entretenía con las novelas y los concursos de la tele, con lo que no molestaba demasiado. El chico, quizá por la tranquilidad que reinaba en la casa, estudiaba bastante bien e iba sacando los cursos año por año.

Cuando le faltaba poco para terminar el Bachiller, sus padres tuvieron que pasar por el dentista para hacerse algunos arreglos de importancia. El presupuesto casi les hizo desistir, pero, como a ambos les gustaban los bocadillos, las chuletas y los picatostes, al final se decidieron por el apaño dental, a pesar de que la subsiguiente factura obligó al recorte de pequeños lujos durante varios meses.

Joder con los dentistas, decía el padre. Ahora entiendo eso de que vale más un diente que un diamante. Ya sabes, Boni, ahí tienes una profesión con futuro.

El chico escuchó el consejo y no lo echó en saco roto. Como entonces había que ser médico antes de poder hacerse dentista, Bonifacio se pasó seis cursos en Valladolid y luego otros dos en Madrid hasta conseguir el título.

La capital le gustó mucho. El cielo tan azul y el sol casi diario hacían que su carácter fuera más alegre y optimista. Para su propia sorpresa, se encontraba a veces hasta simpático y ocurrente, opinión bastante compartida entre sus compañeros de curso, con lo que hizo muchos amigos e incluso alguna amiga. Cuando terminó los estudios de dentista y proyectaba establecerse en Gijón, su padre se murió de repente. Eso lo entristeció mucho y le hizo reflexionar y darle vueltas a casi todo. Al final se volvió a Madrid, donde, como digo, tenía varios amigos y alguna amiga. Quizá por la sutil atracción de la gran ciudad, finalmente decidió abrir allí la consulta.

Una de sus mejores amistades era Pepito Zarzalejo, madrileño de nación, a quien Bonifacio ya conocía de los veranos gijoneses. Pepito estudiaba Económicas, pero con mucha desgana y sin ninguna vocación. Aun con todo, más por perseverancia que por conocimientos, iba sacando los cursos y terminó por ser licenciado en Económicas. Tonto no era, pero sí un poco apático. Bonifacio siempre lo tuvo por un buen amigo, aunque le daba la impresión de que tenía tendencias homosexuales, cosa que entonces no estaba muy bien vista.

El joven dentista se estableció en la calle de Orense, y su amigo economista se empleó en un Banco próximo, con lo que se veían con cierta frecuencia por las cafeterías y los restaurantes de la zona. Algún día quedaban para tomar una copa y reverdecían la antigua amistad, fundamentalmente veraniega, antigua y gijonesa.

Bonifacio se enrolló con Chelo, una enfermera que trabajaba en un hospital madrileño. Ella vivía con sus padres, pero pasaba días y noches en el apartamento del dentista. Eran jóvenes y se divertían, especialmente en la cama, aunque también les gustaba viajar juntos los fines de semana y conocer pueblos próximos. A veces consideraban la posibilidad de casarse, pero al final siempre terminaban diciendo que estaban muy bien como estaban.

Pepito se echó un amigo, un registrador de la propiedad adinerado. Hace poco, cuando la ley lo permitió, se casaron. Viven juntos, pero no han adoptado, al menos de momento.

Un viernes que Pepito y Boni se encontraron tomando el café del mediodía acordaron cenar juntos y con sus respectivas parejas. Cuando los cuatro se encontraron en el restaurante, Boni y Chelo se quedaron bastante sorprendidos, pero pronto se acostumbraron. Al final el registrador, aunque era serio y muy mirado, les cayó la mar de bien, y hasta quedaron en repetir otro día. Pepito estaba más simpático y ocurrente que de costumbre, y se le veía contento y animado. Entre los cuatro, quizá porque había tres varones, bebieron con la cena dos botellas de rioja, y aun se quedaron un poco cortos.

Publicado en "La Nueva España" el 13 de Enero de 2008.

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domingo 30 de diciembre de 2007

Los últimos bocados de rata


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Julito Cortines García era de los pocos hombres del pueblo que, de vez en vez, aún se comían alguna rata guisada cuando las había en la taberna del Croadio. Y lo hacía con mucho gusto, cierta ansiedad y no poca satisfacción. El inusitado placer se reforzaba con la obligada compañía del blanquísimo pan candeal de Castilla la Vieja y del cuartillo de clarete de la bodega del Olegario. Un día, teniendo yo 11 años, todavía le oí decir que de siempre le gustaban, que ya las tomaba de chico y que estaba hecho a ellas; y también le oí ponderar las que hacía la Felisa, la mujer del Croadio, que iban sofritas primero, guisadas después y llevadas a la mesa con abundancia de salsa picante.

El Julito debía de tener experiencia en el asunto, pues afirmaba todo serio que -para la cazuela- los machos eran mucho mejores que las hembras. Después de decir esto, esperaba unos segundos, sonreía socarronamente enseñando unos dientes negros y desiguales, y remataba: «Como para casi todo».

En la vieja taberna, para que nadie pusiera el grito en el cielo cuando hablaban entre ellos de ese peculiar plato, los parroquianos más asiduos le decían «faisán» al guiso de rata de agua, de modo que el Julito, a veces, entraba sudoroso después de la faena y preguntaba a gritos y sin el menor reparo: «Croadio ¿tienes hoy faisán?» y todos se entendían divinamente y nadie se rasgaba las vestiduras.

Lo que ya no hacía el Croadio era escribirlo en la pizarra, porque años atrás, al poco de ocurrírseles lo de «faisán», lo solía anunciar con ese nombre junto con otras ofertas culinarias de la taberna, (entre la «ensalada mixta» y el «hígado encebollado», porque el Croadio era muy respetuoso con el orden del abc), y un día llegó un forastero con su mujer, ambos con la intención de comer algo, y el hombre, con toda lógica y no menos seriedad, tras mirar la pizarra, pidió un par de raciones de faisán, pájaro que jamás había sido visto por la zona y del que el Croadio no sabía absolutamente nada.

El tabernero se vio en un aprieto. Le sabía mal decirle que en realidad se trataba de ratas del arroyo, cazadas artesanalmente, bien limpias y mejor guisadas, pero ratas al fin; aunque peor le sabía engañarle y darle gato por liebre, o -en este caso- rata por faisán.

No puede decirse que el Croadio fuera un lince, pero destellos sí que tenía; de modo que con la misma seriedad que el forastero, casi de inmediato y sin pestañear, respondió con tono lastimero:

-Lo siento mucho, señores, pero acabamos de servir la última ración. No he tenido ni tiempo de borrarlo de la pizarra. Ya disculparán ustedes...

Desde entonces, lo de «faisán» quedó sólo para hablarlo o, como decía Félix el sacristán, que era un poco redicho, «era un asunto exclusivamente verbal». Y como a todo hay quien gane, Higinio, el practicante, que además de redicho estaba influenciado por su profesión, apostillaba: «Esto del faisán es sólo para uso oral», o sea, como los comprimidos o las cápsulas.

Con el tiempo, el Sátur, el primo del Croadio por parte de madre, que era quien cazaba las ratas, enfermó de cuidado y dejó de suministrar la materia prima a la taberna, que tuvo así que reducir su oferta de carnes finas. Nadie quiso sustituir al Sátur en su antiguo pero poco lucrativo oficio, de modo que la viuda vendió las artes de caza que usaba, o sea, el pincho y la red, a un cazador de conejos con «bicho», que es como llaman en Castilla al hurón.

Julito, que para entonces ya era viejo, (aunque en el pueblo le seguían llamando Julito), pedía una ración de conejo, mientras decía por lo bajo, recordando el «faisán»:

-A falta de pan, buenas son tortas. Es lo que más se le parece. Todos los oficios se van perdiendo; no sé adónde iremos a parar.

Publicado en "La Nueva España" el 30 de Diciembre de 2007.

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domingo 23 de diciembre de 2007

Ursicinio


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A Ursicinio lo conocí siendo yo niño, de diez o doce años, más o menos. Todo empezó una mañana cuando mi madre dijo que habría que buscar un pequeño transportista para llevar una habitación, o sea cama, armario y cómoda, a casa de mis abuelos. Después añadió dirigiéndose a mí: “podrías preguntar al portero, ¿verdad?”

Eso hice. El portero miró en una libreta, pero no me dio un teléfono, como sucedería ahora, sino una dirección. Había pocos teléfonos entonces en Oviedo, que solíamos recordar con facilidad, pues ellos tenían sólo cuatro cifras y nosotros mejor memoria. Fui al sitio indicado, llamé a la puerta y me abrió una señora mayor:

- Ursicinio no está, pero viene enseguida ¿dónde tiene que ir?

Le di nuestra dirección, en Santa Susana y volví a casa. Al poco tiempo llamaron a la puerta. Abrí yo mismo, seguido de la criada que se llamaba Zulima.

- “Soy Ursicinio, el carretonero, ¿qué hay que llevar?”

Los dos miramos al hombrón que estaba en el dintel. Tendría treinta y pocos años y era alto y robusto, con un tórax como el de un gorila. Un aspecto muy apropiado para su oficio. Pero inmediatamente, tanto Zulima como yo nos fijamos en que la manga derecha de su camisa colgaba suelta, sin nada dentro. Nos quedamos sobrecogidos por la sorpresa. Creo que ninguno de los dos, yo por mi niñez y Zulima porque acababa de llegar de un pueblo de Zamora y era muy joven, habíamos visto eso jamás. El hombre, quizá por desequilibrio, adoptaba una actitud como de cierta inclinación de su tronco hacia el lado sano, que resaltaba más la ausencia del miembro. Yo me repuse enseguida y contesté: “Es una cama, un armario y otro mueble”, pero Zulima no podía apartar la vista de la manga larga y vacía que pendía inerte, vertical, ostentosa, del hombro derecho de Ursicinio.

- ¿Puedo pasar a verlo?
- Claro

Ursicinio examinó muy profesionalmente los muebles. Zulima tenía la vista tan fija en la manquedad del transportista y transparentaba tal desconcierto en su cara que el hombre le preguntó:

- ¿Qué? Te llama la atención, ¿eh? ¿Nunca viste un manco tan manco, verdad?
- Bueno…creo que no
- Pero me arreglo bien, ¿no te parece?
- Sí, sí señor, sí muy… muy bien…

Efectivamente, el fornido operario ya estaba desarmando la cama y el armario con bastante soltura, aunque dada su carencia, era muy obvio que, para trabajar cómodamente, necesitaba que le sujetasen algunas de las piezas, por lo que enseguida me ofrecí voluntario:

- ¿Puedo ayudarle?
- Claro, chico, no faltaba más. Agradecido, ¿Cómo te llamas?

Allí empezó nuestra breve amistad. Le ayudé en lo que pude y me sentí importante, pues al faltarle al hombre una mano le resultaba muy útil la que yo le echaba. No era como otras veces, que simplemente me decían “tráeme el martillo” o “alcánzame la cajetilla”. Ese día veía claramente que mi contribución era fundamental.
Zulima no se marchaba. Miraba cómo se desenvolvía el proceso con una curiosidad incontenible, rayana en el descaro, que creo me molestaba más a mí que al propio Ursicinio.

Una vez que estuvieron los muebles desarmados el carretonero empezó a bajarlos. Ahí sí que demostró toda la fortaleza que aparentaba. Con su brazo sano cargaba medio armario, ante la sorpresa y la ya impertinente mirada de Zulima, que tan pronto se fijaba en la manga colgante como en la buena planta y la gallardía del operario. Estaba tan pendiente de él y de la ausencia de su brazo, que de nuevo Ursicinio la miró de frente y le dijo:

- Creías que iba a echar la mañana para cargar, ¿eh? Pero ya ves que tengo yo más fuerza en este brazo que la mayoría de la gente en los dos. ¿No te parece?

Esta vez la chica sonrió mientras asentía. Ursicinio se sintió ufano. Zulima era monilla y no había duda de que estaba muy impresionada.

Durante el resto del tiempo, mientras duró la carga, hablaron como cotorras. La chica cambió su asombro inicial por un refrenado interés y una expresa simpatía hacia el fuerte manco, y a su modo le contó parte de su vida. El hombre, correspondiendo, dio detalles acerca de cómo había perdido el brazo, mientras bajaba los muebles y los metía en el carretón: “yo era sólo un muchacho, pero en la guerra estuve en el frente, en Teruel. Aquello sí que era frío. Una noche estuvimos a treinta grados bajo cero”.

- ¿Tú sabes qué significa eso?
- No, no lo sé
- ¿Y tú?
- Sí, creo que sí, dije yo
- Claro, ahora los chicos estudian. No es como antes, que nos metían a trabajar ya de niños…

“Bueno, pues una noche, con ese frío, después de cuatro horas de combate en la trinchera, hubo muchas congelaciones, sobre todo de manos y pies. Yo tenía en la izquierda un guante, pero en la derecha, para cargar, amartillar y apretar el gatillo no podía poner el otro. Además el brazo izquierdo lo tenía pegado al cuerpo, entre el pecho y el saco de tierra, pero el derecho estaba algo separado, para poder apuntar y disparar, ya sabes. Si no disparas, llega el enemigo y te liquida, de modo que estábamos entre la espada y la pared.”

Zulima estaba pasmada, estupefacta, escuchaba con los ojos como platos y la boca entreabierta. Ursicinio la tenía verdaderamente impresionada.

“Por la mañana casi todos teníamos algo congelado. Yo la mano derecha. Un listo me arrimó un cigarrillo para calentarme, pero como no sentía nada, me quemó por varios sitios. Por ahí me entró la gangrena, por las quemaduras. En las trincheras ya se sabe… El brazo se hinchó y se puso negro como una morcilla. Me llevaron al hospitalillo de campaña con el brazo gangrenado. Me veía morir. Hubo que cortar por lo sano, y menos mal que encontré quien lo hiciera. Un amigo, Lisardo, que estaba como yo, se murió en la cola para entrar al quirófano cuando ya sólo tenía a tres por delante. En el fondo tuve suerte, aunque me quedé sin brazo.”

Llevó Ursicinio la carga a casa de mis abuelos y después volvió para cobrar. Mi madre solía dar buenas propinas a los trabajadores manuales que respondían, y esta vez también lo hizo. Ursicinio, con cara de satisfacción, me alargó un duro:

- Esto por todo lo que me ayudaste
Yo miré para mi madre sin saber que hacer; ella hizo un leve gesto de asentimiento casi imperceptible y entonces cogí el billete de cinco pesetas.
- Muchas gracias

No volví a ver a Ursicinio hasta que se casó con Zulima. Me invitaron a la boda y para allá me fui con un buen regalo. Me sorprendió mucho ver que mi antiguo amigo tenía un brazo nuevo que le hacía mucho servicio: cuando avanzaba ligeramente el hombro se doblaba el antebrazo, lo que le permitía sostener objetos; y la mano, que también se movía algo, parecía talmente de verdad. Un invitado, amigo del novio, cuando se lo hice notar, me informó de que el brazo había llegado de Alemania un par de días antes, justo para la boda.

Publicado en "La Nueva España" el 23 de Diciembre de 2007.

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jueves 15 de noviembre de 2007

El bando del señor alcalde y el «de» dubitativo


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No serán pocos los españoles que aún se acuerden de «La Codorniz» y de su famosa «Cárcel de papel», así como de la menos severa «Comisaría de papel». Ante ambas instituciones hubiera yo denunciado al señor alcalde de Oviedo por el bando que publicó en la portada del periódico el pasado lunes, pues al utilizar el «de» dubitativo creo que incorrectamente, puede llevar al ánimo del lector una idea distinta y aún opuesta a la que -pienso- quiere expresar.

Mi denuncia ante la cárcel de papel se basa en que no es lo mismo «deber» que «deber de», pues ese «de» que sigue al verbo le da un sentido de duda, de incertidumbre, de probabilidad, por lo que algunos lo llaman «de» dubitativo. Cuando no existe ese «de», el verbo tiene el sentido de obligatoriedad, de tener que cumplir con el deber. Si estamos en la estación esperando a Juan, nos informan de que un tren está al llegar y afirmamos: «Juan debe llegar en ese tren», estamos significando que el deber de Juan, su obligación, es haber tomado ese tren, y que si no viene en él está faltando a su deber. Pero si por el contrario decimos: «Juan debe de llegar en ese tren» lo que intentamos transmitir es que posiblemente venga en él, pero que puede venir en otro, o incluso es posible que viaje en automóvil o en otro medio de locomoción. Si decimos «debe bañarse» sugerimos que tiene que hacerlo, porque está sucio o sudoroso, pero en cambio «debe de bañarse» indica duda, porque puede gustarle más la ducha. «Deber» indica obligación, y «deber de» posibilidad, duda, incertidumbre. Hay matices y excepciones pero no hacen al caso.

Por eso, el bando del señor Alcalde puede malinterpretarse. Cuando dice «Juan Carlos I ha actuado como debe de hacerlo el Jefe del Estado», está afirmando que el Rey actuó como quizá lo haga un Jefe del Estado, como posiblemente lo pueda hacer, de esa manera o de otra, lo que no creo que fuera su intención. Una supresión de ese «de» pondría las cosas en su sitio indicando claramente que actuó como era su deber.

Respecto a la comisaría, se han recibido tres denuncias anónimas. Una indica que el señor Alcalde debió emplear el indefinido y decir «actuó» en vez del perfecto «ha actuado», al haberse terminado el período de tiempo en el que transcurre la acción, que se supone fue el día de la reunión. Otra hace notar que la historia de España es «su» historia y no siempre y necesariamente «nuestra» historia, y la última, no sé si con mucho fundamento o no, señala que cuando uno se dirige al Rey directamente, como hace al final el señor Alcalde para agradecer el gesto regio, debe emplear el tratamiento de «Señor» en vez del de «Majestad».

A pesar de que se dictó una sentencia de varias horas en la cárcel de papel, inmediatamente y por los organismos competentes se procedió al indulto del acusado, al tratarse de asuntos de menor cuantía, y no siendo los cargos dignos de castigo sino de mera llamada de atención.

Publicado en "La Nueva España" el 15 de Noviembre de 2007.

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domingo 4 de noviembre de 2007

Enfrentar, confrontar y afrontar


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Hace ya más de una década que el señor Lázaro Carreter se ocupó de estos tres verbos en un interesante y extenso artículo. De forma mucho más limitada y simple querría yo hoy hacer alguna otra consideración sobre estas palabras semejantes, que comparten muchas letras y también bastante significado, especialmente la primera y la última. La segunda, en cambio, tiene un matiz distinto, que se está diluyendo y hasta perdiendo quizá porque los vocablos «confrontar» y «confrontación» se han puesto de moda entre los políticos, que los usan -según creo- en demasía y no siempre de acuerdo con su recto significado.

Confrontar (al contrario de enfrentar) siempre ha tenido la acepción de cotejar, de comparar una cosa con otra. Ciertamente, para examinar dos objetos, dos escritos o dos rostros, en ocasiones (no siempre) hay que colocarlos uno frente a otro, para mejor percibir los distintos matices o peculiaridades de cada uno, pero no se ponen frente a frente para que luchen o se peleen entre ellos, sino para cotejarlos, para ver sus similitudes y sus diferencias si las hubiera. Podría así decirse, creo que con toda propiedad: «Hacienda nos ha enviado una declaración paralela. Vamos a confrontarla con la nuestra para ver en qué se diferencia».

También tiene el significado de carear, es decir, el de cotejar las versiones distintas que dos personas ofrecen sobre el mismo hecho, para poder así comparar tales versiones y ver en qué coinciden y en qué difieren.

No son, por tanto, completamente sinónimos enfrentar y confrontar. Mientras el primer verbo transmite oposición frontal, discusión y enfrentamiento, el segundo sugiere comparación, cotejo, examen. Incluso este último tiene dos acepciones antiguas, la de convenir o parecerse dos situaciones y la de congeniar dos personas, que serían ambas inversas a la que les suelen dar los políticos.

Sin embargo, como quizás hayan observado los lectores, recientemente y con frecuencia se usa confrontar y confrontación no tanto en el sentido de comparación o cotejo como en el sentido de enfrentamiento, de lucha, de abierta oposición. Creo que al hacer a las palabras sinónimas, como suelen hacer muchos políticos, perdemos los matices que tenía cada una y empobrecemos el lenguaje. De ahí esta mínima llamada de atención.

Publicado en "La Nueva España" el 4 de Noviembre de 2007.

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lunes 29 de octubre de 2007

Remigio


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Remigio era un tipo bajito, delgado y renegrido que había venido de un pueblo de la provincia de Valladolid a trabajar a Asturias en los años de escasez de la posguerra. Venía huyendo del hambre, y cayó en el negocio de mi abuelo, donde empezó como recadero pues no sabía hacer nada en especial. Yo era entonces un niño, y me lo encontraba a menudo por la calle, siempre sonriente, amable y conduciendo con enorme habilidad un carretillo de mano, habitualmente bien cargado de mercancía. Andaría por los sesenta, pero era cenceño, fibroso y enjuto, por lo que tenía más fuerza de la que aparentaba y era capaz de llevar enormes y pesados paquetes en su carretillo, cargándolos y descargándolos con sorprendente soltura, pues algunos eran de más peso y volumen que él mismo.

La vida de Remigio tenía algunos aspectos curiosos, extraños, enigmáticos, que nadie se explicaba fácilmente. Por ejemplo su domicilio. Ni sus compañeros de trabajo, ni siquiera mi abuelo -por el que sentía mucho respeto por haberle dado trabajo-, tenían la menor idea de dónde vivía. Nadie sabía el lugar en el que Remigio pasaba las noches. Él llegaba todas las mañanas puntual, a las ocho de la mañana. Se ponía el mono azul, que quizás en algún tiempo estuvo limpio, cogía el carretillo y empezaba la faena. Cuando alguien le preguntaba dónde pasaba las noches, respondía con sonrisa pícara:

-Unos días con una, otros con otra, ya sabes…

La curiosidad era tanta que algunos compañeros jóvenes decidieron seguirle y espiarle. Sólo supieron que al menos alguna noche paraba en una casa de la calle Salsipuedes, en un local antiguo y ruinoso que tenían alquilado varios semivagabundos. Allí disponía de un catre para dormir y de un armario para guardar su raída ropa y sus escasas pertenencias. Otras noches parecía esfumarse, pero a las ocho de la mañana no fallaba nunca a la puerta de la empresa. Era tan asiduo y tan puntual que mi abuelo le dio unas llaves para que fuera Remigio quien abriera si él se retrasaba, estaba de viaje o no podía ir a trabajar por cualquier otro motivo.

Solía comer y cenar en la Cocina Económica, que era donde se le podía encontrar, o dejar recados, si se le necesitaba fuera del horario de trabajo. Se decía que andaba enamoriscado de una de las monjas que allí atendían.

Enigma eran también sus apellidos, que decía desconocer.

-Con Remigio ya me vale. No necesito más. Si me llamara Juan, como tú, necesitaría apellidos, pero con este nombre no me hacen falta.

Lo de los apellidos debía de ser cierto, pues cuando la empresa creció y contrataron a un contable para hacer las nóminas, Remigio seguía en sus trece.

-¿Cómo se apellida Vd. Remigio?

-De eso no gasto. No lo necesito.

-Pero yo sí que necesito los apellidos y el número del carné de identidad para poder pagarle. Hay que ponerlo en nómina, hacerle la cartilla de la Seguridad Social, etcétera.

-Hasta ahora el patrón siempre me ha pagado puntualmente sin nada de eso. No tengo ni apellidos ni carné.

-Pues tiene Vd. que sacarlo. Tendrá que ir al Registro Civil de su pueblo y…

-En mi pueblo no había nada de eso que Vd. dice, eran cuatro casas, y lo poco que había en otro cercano se quemó cuando la guerra.

El asunto del pago tuvo que arreglarlo directamente mi abuelo. Remigio siguió cobrando cada semana, pero también siguió sin carné, sin apellidos y sin partida de nacimiento. Oficialmente no existía.

Con el desarrollo económico de los sesenta la empresa se trasladó a las afueras de la ciudad, creció mucho en todos los sentidos y el carretillo fue sustituido por una furgoneta y dos motocarros. Remigio era ya muy mayor para aprender a manejarlos, el tráfico le agobiaba y además no podía sacar el carné de conducir por carecer del de identidad. Pero no por eso disminuyó su responsabilidad en la empresa, pues al haber sido durante años la persona que entregaba las mercancías por el centro de Oviedo, solía ser también la que iba a cobrar las facturas y asimismo la que frecuentaba los bancos para sacar el dinero de las nóminas, que se pagaban semanalmente en efectivo. Durante muchos lustros Remigio había transportado grandes sumas de dinero en su grasiento mono, que un día fue azul, tanto provenientes del cobro de facturas, a veces millonarias, como las destinadas a las nóminas, de igual o mayor cuantía, y jamás de los jamases había faltado una sola peseta, ni por extravío, ni por error ni por ningún otro motivo. Remigio tenía pues toda la confianza de mi abuelo, por lo que, siendo el recadero ya viejo, seguía yendo -ahora sin carretillo- a hacer las gestiones en los bancos y muy especialmente a cobrar las facturas difíciles, tarea en la que había mostrado una tenacidad y una eficacia admirables.

Pero mi abuelo enfermó y después se murió, y Remigio, que tenía más de setenta años, perdió a su patrono. El contable, cumpliendo las normas vigentes, quiso jubilarle de inmediato, pero le resultó imposible. Remigio oficialmente no existía. No había nada que hacer.

Menos mal que el nuevo patrono, también de la familia, seguía pagándole el sueldo, que ya era elevado, pues mi abuelo le había ido añadiendo trienios y complementos como a los demás, o sea como si hubiera tenido apellidos y carné; lo mismo que si existiera oficialmente. Remigio correspondía acudiendo a diario a la empresa, y haciendo, a pesar del reuma, los recados de confianza.

Por entonces el importe de la nómina, que ya era mensual y de gran montante, llegaba siempre en la furgoneta, y un día unos ladrones la atracaron y se llevaron todos los cuartos. Remigio estaba apenado por el nuevo patrón y por la empresa, que habían perdido el dinero, pero en el fondo sentía un regusto de orgullo, pues muchos compañeros le dijeron: «Remigio, esto contigo no pasaba, ¿verdad?». Y ciertamente nunca había ocurrido en más de cuarenta años.

Una lluviosa y fría mañana de invierno nadie vio a Remigio a las ocho de la mañana en la puerta de la empresa. No hizo falta averiguar nada. Todos sabíamos que había muerto.

Lo que no sabíamos era dónde. Después nos llegaron noticias de que había sido en su catre de la calle Salsipuedes. En su armario, en el viejo mono azul que había usado antaño, apareció una cartilla de ahorro con varios millones de pesetas y una nota en la que decía que se lo dejaba todo a la Cocina Económica.

Publicado en "La Nueva España" el 29 de Octubre de 2007.

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domingo 21 de octubre de 2007

Don René


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Don René paseaba siempre cabizbajo por las calles de Oviedo. Caminaba despacio, mirando para el suelo, como si le costase mucho trabajo andar, como si fuera siempre subiendo una empinada cuesta.

Sin embargo, no era viejo; andaría por los 60 largos, y gastaba sombrero, bastón y un gran bigote rubio que podía hacer sospechar su origen extranjero. En efecto, don René había nacido en Francia y había sido empleado de oficina y concejal de su pueblo, allá por la Borgoña, una tierra excepcionalmente rica en viñedos, cereales y vacas. En la II Guerra Mundial, cuando la ocupación alemana, René, que no era hombre luchador, sino más bien acomodaticio, se fue plegando progresivamente, y casi sin darse cuenta, a las sutiles pero firmes exigencias nazis, con lo que al poco tiempo se encontró ocupando el lujoso sillón de alcalde del pueblo, obviamente gracias al apoyo de los invasores, que eran los que mandaban. Aunque procuró ayudar a sus vecinos y hacer más llevadera la ocupación templando gaitas, para la resistencia no era sino un colaboracionista traidor al que habría que ajustar las cuentas a su debido tiempo. Ese momento llegó poco después, con la victoria de los aliados, el derrumbe del Ejército nazi y la triunfal entrada en Francia del general De Gaulle. Entonces, René se vio perdido. En algunos pueblos y ciudades la pena que se imponía a los que habían colaborado con los invasores y con el régimen de Vichy era la capital. Los patriotas que habían sufrido atropellos durante la ocupación, que eran muchos, estaban engrasando y afilando la guillotina, y algunos parecían sentir más deseos de venganza hacia sus vecinos franceses colaboracionistas que hacia los propios ocupantes alemanes.

Por todo ello, René cruzó apresuradamente los Pirineos en compañía de su mujer, Odile, que tenía una abuela ovetense. Con ella había Odile aprendido el castellano de niña, lengua que después había enseñado a sus dos hijos. Incluso, sabía algunas frases en bable que sonaban curiosas con el ligero acento francés de la señora. Cuando llegaron de Francia, Oviedo les pareció una ciudad tranquila y muy alejada de la política internacional. Franco, que había sido gran amigo de Petain, toleraba esas esporádicas inmigraciones francesas.

Pero René no se recuperaba anímicamente. Había salvado el pellejo, pero se encontraba desterrado. Así como su mujer y sus hijos enseguida se integraron y comenzaron a dar clases de francés para ganarse la vida, René era incapaz de dar un palo al agua. No parecía tener interés en aprender la lengua de su nuevo país, quizá porque no tenía fuerzas. Estaba débil y triste. Se sabía despreciado por sus compatriotas y eso le deprimía. Se sentía incluso acomplejado ante su propia familia, que hablaba perfectamente el castellano y hacía, por tanto, amigos y ganaba el dinero que necesitaban para vivir. Para colmo, René enfermó. Se fatigaba excesivamente al subir escaleras y el médico le diagnosticó una insuficiencia cardiaca. Su corazón estaba también desanimado, flojo, débil. A René no le extrañó nada el diagnóstico. Tenía que tomar a diario unas gotas y también le aconsejaron perder peso y caminar. Por eso René salía todas las mañanas a vagabundear por Oviedo. La parte vieja, la Catedral, el Campo San Francisco, los Pilares… Le gustaban también las estaciones. Iba primero a la del Vasco y cuando se cansaba pasaba a Económicos, aunque su preferida era la del Norte. Allí escuchaba los ininteligibles avisos de los altavoces, observaba a los viajeros y se hacía la ilusión de que cogía el tren y viajaba a su amado país. Paseaba por los andenes con la secreta esperanza de encontrar a algún compatriota que llegase a Vetusta desorientado; así tendría la ocasión de charlar con él, acompañarle y servirle de guía si lo precisase. Pasado algún tiempo, quizás empujado por la nostalgia, René quiso volver a Francia, aunque fuera sólo unas semanas como turista, pero su familia no se lo permitía. Temía que le detuviesen y encarcelasen, lo que hubiera sido su muerte segura.

René, cuando llevaba ya dos años en Oviedo, empezó a notar una tristura insuperable, al tiempo que un irracional miedo al futuro. De nada servía que sus hijos estuviesen bien considerados como profesores de francés, que su esposa se sintiera a gusto en España y que la economía de la familia mejorase lenta pero progresivamente. René sólo sentía ganas de llorar, sin saber muy bien por qué.

Una mañana, paseando por las afueras de la ciudad, René vio un árbol robusto, de ramas bajas, no muy grande, al que parecía fácil subirse. Incomprensiblemente sintió deseos de trepar por él, de sentirse por encima de los demás, de ganar altura. Lo intentó y vio que sin dificultad podía acceder a una gruesa rama apta para sentarse. Eso hizo, y allí, a dos o tres metros sobre el suelo, permaneció un buen rato sentado en la rama, dudando entre tirarse de cabeza y acabar con todo o bajar con cuidado y seguir viviendo. Recordar por un instante su mocedad, verse un momento a cierta altura por encima de la gente y haber conseguido trepar hasta la rama, por inútil que pudiera parecer la minúscula hazaña, le había dado una mínima dosis de confianza en sí mismo, una pizca de alegría y hasta un escrúpulo de euforia. Poco pero suficiente.

«Mañana volveré a subir», dijo para sus adentros, mientras, ya en tierra firme, se sacudía suavemente la culera del pantalón.

Publicado en "La Nueva España" el 21 de Octubre de 2007.

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viernes 19 de octubre de 2007

Neuroeconomía


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Aunque el nombre suena raro, el asunto está de moda. En el fondo, es justo lo que me parece que está Vd. pensando, una especie de aplicación de la neurología a la economía clásica o, quizá mejor, a las decisiones económicas. Esta ciencia trata de aplicar muchos conocimientos psicológicos y algunos neurológicos para saber por qué se toma una decisión y no otra, e incluso para saber en qué parte del cerebro se gestó la mencionada decisión. En la nueva disciplina pueden estar implicados economistas, ingenieros, neurólogos, psicólogos, neurorradiólogos, etcétera.

Como tantas veces ocurre en el costoso camino del conocimiento humano, el punto de partida fue una observación empírica: las decisiones que tomamos en relación a nuestra economía, tanto si afectan a un bolsillo escaso, particular y pobre, como a uno financiero e industrial millonario, no siempre las adoptamos conforme a la lógica, a la razón, a la teoría económica ortodoxa, sino que, en ocasiones, difieren de ellas y parecen estar influidas por otros factores no siempre fáciles de descubrir ni sencillos de interpretar.

Todo el asunto se ve más claro con algunos ejemplos ya clásicos en la teoría de juegos, como el siguiente:

Un primer jugador A debe hacer una propuesta a un segundo B sobre cómo podrían repartirse 10 euros entre ellos (por ejemplo, 7 euros para el primero y 3 para el segundo). El papel del segundo jugador se limita a aceptar o rechazar la propuesta. Si la acepta, cada uno de los jugadores recibe la cantidad acordada, pero, si la rechaza, los dos jugadores se quedan sin nada. Con otras palabras, para que A reciba los diez euros, una parte, la que sea, ha de ir a parar a B. En resumen, B ha de aceptar algo de A, aunque sea poco, para que A reciba los diez euros y puedan repartírselos.

En pura teoría económica y racional, el jugador B debería aceptar cualquier cantidad antes de negarse en redondo. Por ejemplo, podría pensar que un euro es mejor que nada, y alguna parte de su cerebro racional y organizativo (con toda probabilidad las áreas prefrontales, típicamente humanas) le estarán diciendo: «coge un euro, no lo pienses más, y lárgate a tomar gratis un café». Pero también es posible que las mismas áreas le digan: «No aceptes menos de dos euros, que no sería mal reparto; él aún tendría ocho y tú podrías tomar el café con un buen bollo».

Pero, claro, el cerebro no consta sólo de áreas prefrontales lógicas, racionales y previsoras. La evolución le ha dotado también de un cerebro profundo, filogenéticamente antiguo, similar al de los animales superiores, donde anidan los instintos, las pulsiones, los sentimientos primitivos, las tendencias, los afectos, el humor, las pasiones, etcétera.

Y estas áreas primitivas también tienen voz y voto, y pueden susurrar al oído de algunos: ¿por qué ese tío va a ganar más que tú, si tenéis el mismo derecho? Si tú quieres, él no gana nada, de modo que lo correcto sería repartirse los diez euros a partes iguales. Tienes exactamente el mismo poder que él tiene, de modo que cinco euros para cada uno sería lo correcto. Cualquier otro arreglo es injusto, ¿qué se habrá creído ese tipo? No aceptes en ningún caso menos de cinco euros.

Parece claro que al introducir el concepto de justicia sobre el de mero interés, la cosa se complica, pero probablemente ése es el meollo de la cuestión, pues el interés es cuantificable («más vale un euro que nada»), en tanto que la justicia personal no lo es, o lo es difícilmente.

O rompemos la baraja

El caso es que mientras la teoría económica racional indicaría que lo ideal es cualquier acuerdo, si Vds. hacen la prueba con sus hijos, o con sus compañeros de oficina, encontrarán a muchos que, utilizando preferentemente el cerebro profundo antes que la corteza prefrontal, les responderán: hombre, mira qué bien, nueve para ti y uno para mí, ¿por qué no lo hacemos al revés? En esas condiciones no quiero trato.

Puede ocurrir que un jugador B, al escuchar una oferta baja, en vez de pensar que va a recibir algo sin ningún esfuerzo, se sienta, por el contrario, «poco valorado» o incluso «humillado». Y entonces es cuando soltará ese dicho tan español y (yo creo que) tan estúpido: aquí o jugamos todos o se rompe la baraja. Digo estúpido porque la baraja no tiene culpa ninguna, y destruirla equivale a quedarse sin ella y no poder jugar ya nunca más a nada.

España debe de ser el paraíso de los jugadores B, quizá por el carácter envidioso que se nos atribuye. Me viene a la memoria el antiguo y conocido cuento en el que un rey le dice a uno de sus cortesanos que le daría lo que le pidiese, con la condición de que a otro de sus nobles caballeros, envidiado por el anterior, le daría el doble. Pidió entonces el primero que le sacasen un ojo, con lo que el otro caballero se quedaría ciego. Hay una variante aún más negra, en la que pide que le saquen un ojo y le corten una pierna. Así el otro queda ciego y sin piernas. ¡Verdaderamente aleccionador!

Menos mal que uno de los proverbios de don Sem Tob (nacido en Castilla, pero de estirpe judía) nos redime:
«Qué venganza pudiste
haber del envidioso
mayor que estar él triste
mientras tú estás gozoso».

Pero, volviendo a nuestro tema, ésta es la realidad: en muchas decisiones económicas no sólo influye lo racional, sino otros factores, quizá más próximos a las ciencias neurológicas y psicológicas que a la matemática o a la lógica.

Parece probable que sentimientos como los de justicia, igualdad, venganza, etcétera, puedan limitar y hasta cambiar las decisiones racionales lógicamente esperadas. Quizá las ofertas muy bajas del jugador A despierten en el jugador B reacciones de enfado, tal vez por «sentirse humillado», aunque -bien mirado- lo único que se le ofrece es la posibilidad de recibir algún dinero sin contrapartida alguna, por lo que, en buena lógica, debería sentirse antes agradecido que molesto.

Pero no siempre es así, lo que se comprueba haciendo que los mismos jugadores «B» tengan que ponerse de acuerdo con un ordenador, que actúa como jugador «A». En este caso, el índice de aceptaciones de ofertas bajas es mucho más alto que si el jugador A es una persona, probablemente porque no vale la pena enfadarse con una máquina, que carece de «malas intenciones». Nadie va a «sentirse humillado» por una computadora.

Muchos de estos juegos se han desarrollado al tiempo que se practicaba una resonancia magnética funcional sobre el cerebro del jugador, lo que permite ver las áreas cerebrales implicadas y activas en estos procesos de confianza, desconfianza, disgusto, satisfacción, etcétera, lo que ha permitido localizar esas áreas. También se ha practicado a los jugadores análisis de oxitocina, una hormona hipotalámica que parece implicada en la conducta social del individuo, el proceso del parto, la lactancia, el afecto maternal, la fidelidad y el enamoramiento. Los niveles de esta hormona ascendían notablemente cuando había confianza y buena relación, lo que, además, favorecía las ganancias.

En resumen, que eso de la neuroeconomía, aunque puede sonar un poco extraño, parece un campo interesantísimo que ayudará a que podamos cumplir -científicamente- el «nosce te ipsum» de los clásicos.

Publicado en "La Nueva España" el 19 de Octubre de 2007.

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domingo 7 de octubre de 2007

Delfina, «la garduñera»


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Delfina Quidiello Piñeres era una mujer de aldea, que contaba más de setenta años pero que mantenía el ánimo vivo, la cabeza despejada y el reuma a la mayor distancia posible. El mote le venía por parte de marido. Su llorado Antón (q. e. p. d.) tenía la costumbre, la paciencia y la habilidad de hacer garduñes de gran calidad, que lo mismo apresaban un mirlo que un palomo, siempre con mucha eficacia y seguridad, por lo que eran apreciadas en toda la comarca, mayormente en la cuenca alta del río Braña, en el concejo de Aller. Delfina, algunos días, bajaba a venderlas al mercado, y de ahí salió el apodo y también algunos duros que le servían para comprar el vino y los pocos alimentos que no tenían en la aldea.
Cuando finó Antón, Delfina siguió con la casería, pero pronto vio que era mucho para ella sola. También vio que con la pensión de viuda y trabajando un poco en la huerta podía vivir sin agobios, con lo que cambió las vacas por una lucida cartilla de ahorros, que es más fácil de ordeñar, no da olor y no se queda preñada.
Delfina tenía dos pequeñas pasiones: el pote de berzas con abundante gochu y las fiestas de San Mateo con abundante sidra. La primera le había reportado un sobrepeso de más de veinte kilos, que llevaba con resignación y sorprendente agilidad, y la segunda algunas amistades en la capital, que venían ya de su época de casada. Después, cuando enviudó, mantuvo la sana costumbre de festejar a San Mateo en Oviedo al menos durante media semana. Disfrutaba paseando por la ciudad, reviviendo amistades, viendo escaparates y comiendo finezas en la sidrería en la que se alojaba todos los años, ya desde antiguo. Para que su estancia no fuera sólo lúdica, hacía una respetuosa visita a la catedral y oía misa con mantilla el día del santo. Lo tenía todo como una honrosa tradición, a la que no quería ser infiel por nada del mundo.

El año pasado, como de costumbre, Delfina, cogió su bolso de mano y un pequeño maletín, cerró su caserío y bajó andando al pueblo. Fue derecha a la sucursal de la Caja de Ahorros, le dio un buen meneo a la cartilla y, con los euros frescos, se subió al autobús. Ya en la capital, se dirigió a la sidrería de la parte antigua, donde siempre se alojaba. Allí empezó su particular fiesta, con unos culinos y una buena merluza, de las que escaseaban en la aldea.

Todo iba bien hasta que una mañana, paseando por una calle poco concurrida próxima a la Catedral, se le acercaron dos mozalbetes y le preguntaron si sabía dónde quedaba la Estación del Norte. Delfina, con algunos apuros, trató de explicárselo, y cuando estaba descuidada intentando hacerse entender, uno de ellos le sacó el bolso del antebrazo mediante un hábil y brusco tirón y salió corriendo, seguido de su compinche.

Imposible describir cómo se quedó Delfina. Primeramente asustada y desconcertada. Inmediatamente después, muy deseosa de perseguir a los ladrones, aun sabiendo que sería inútil. Más tarde, indignada y rabiosa. Finalmente, llena de angustia y temerosa de lo que se le avecinaba.

En unos segundos se había quedado sin dinero, sin documentación, sin las llaves de su casa, sin su cartilla de ahorros… No tenía ni para pagar la pensión, ni siquiera para volver a su aldea. Sintió unas irreprimibles ganas de llorar, y las lágrimas brotaron silenciosas y abundantes.

A Delfina, en un momento, se le acabó la fiesta y se le presentó un calvario. No tenía muy claro qué hacer. De momento, pediría ayuda y consejo a sus amigos de la sidrería-pensión en la que se hospedaba. Después tendría que ir rehaciendo los documentos robados, lo que implicaba viajes, esperas, trámites, peticiones, etcétera.

Estaba desolada. Llorosa, caminaba sin rumbo. Le apetecía mucho un café, pero no podía pagarlo. Llegó así a la plaza Mayor, donde había un gran gentío escuchando, en relativo silencio, a alguien que hablaba desde el balcón del Ayuntamiento. Delfina no prestaba atención y caminaba desconsolada con la mirada perdida cuando vio, a pocos metros, a los dos jóvenes que le habían robado el bolso apenas una hora antes. Escuchaban tan tranquilos al orador del balcón. Delfina se dirigió a ellos y comenzó a gritar, a exigir que le devolvieran el bolso y a llamarlos ladrones, canallas y sinvergüenzas. Pero los mozalbetes no se movieron y dijeron cínicamente:

-Señora, cállese, que no nos deja oír. Nosotros no la conocemos de nada

Delfina seguía gritando, y como la gente pedía silencio, se acercaron dos de los muchos guardias que por allí estaban, lo que aprovechó Delfina para decirles:

-Esos dos sinvergüenzas me acaban de robar mi bolso, con todo lo que tenía

-Esta señora está loca. No la hemos visto jamás -dijeron los jóvenes.

Los guardias no sabían qué hacer, pero como los muchachos estaban quietos y callados, y la que daba gritos, no dejaba oír y formaba el tumulto era Delfina, la cogieron entre dos y la apartaron de allí, llevándola a un portal próximo para que no molestase a los que escuchaban.

Delfina, que era fuerte y voluminosa, a toda costa quería ir a recuperar su bolso, y forcejeaba con los guardias, que apenas podían sujetarla. Uno de ellos dijo:

-Señora, o se está quieta o la llevamos detenida.

Pero la pobre «garduñera» veía claro que la única posibilidad de recuperar su dinero, sus documentos, las llaves de su casa, etcétera, pasaba por trincar a los ladrones, y por ello seguía gritando e intentando escapar. Los guardias, entonces, no sin dificultad, lograron esposarla. A Delfina, cuando se vio así tratada, se le cayó el mundo encima. No entendía nada. Dejó de gritar y entró en una súbita depresión. Resignada, se quedó en silencio. Un silencio desesperado.
Así la llevaron al cuartelillo. Allí uno de los jefes escuchó su relato y le pareció verosímil. Pensó que la pobre señora decía la verdad. Le retiró las esposas y le pidió que describiera a los asaltantes de la manera más exacta posible.
Delfina le miró como se mira a un tonto:

-¿Usted cree que servirá de algo que le dé ahora la descripción, cuando hace pocos minutos estos guardias los han tenido delante y no hicieron nada para detenerlos?

El comisario no supo qué contestar. Delfina, con gesto escéptico, firmó la denuncia, se dio media vuelta y, decepcionada, abandonó la ciudad con sus fiestas para no volver jamás.

Publicado en "La Nueva España" el 7 de Octubre de 2007.

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domingo 30 de septiembre de 2007

La señorita Julia


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Julia Carnicero del Toro, a pesar de sus recios apellidos, era una chica menuda, listeja, tirando a rebelde, que en su primera juventud se había largado a Londres porque decía no poder soportar el provincianismo de la ciudad que la había visto nacer. Un buen día de primavera, Julita se lió la manta a la cabeza, cogió un vuelo chárter y se fue a cuidar niños a la pérfida Albión, dejando a sus padres llenos de pena y hasta de angustia. Anduvo por allí varios años, coqueteó con ambientes variopintos y vio lo que daba de sí la progresía. Tardó bastante en darse cuenta de que nadie da los duros a cuatro pesetas, pero al fin se percató de esa verdad tan simple. Su padre, empleado de Correos, me lo decía con mucho respeto:

-¿Verdausté que a veces las verdades más sencillas son las que más tardamos en aceptar?

-Así es, señor Carnicero -asentía yo con idéntico respeto.

El caso es que la Julita, que como digo era listeja, volvió con un gran regalo para sus padres: su más que mediana decepción de los ambientes «progres» y «underground» de las grandes urbes; y otro -no menor- para ella: un buen conocimiento del inglés. Con esos mimbres, a más de su inteligencia natural, logró terminar una licenciatura en Filología y sacar después plaza de profesora de Inglés en un Instituto de una bonita villa costera.

Julita estaba encantada. Se compró un apartamento pequeño con vistas al mar y se fue integrando en la apacible vida de la villa marinera.

Pronto dos de sus vecinos, el de arriba y el de abajo, mostraron cierto interés por la chica. El del piso superior, Marcelo Casasviejas, era un tipo curioso. Algunos días estaba simpático, alegre, inquieto, juguetón, extravagante. Otros parecía más bien deprimido. Gastaba vaqueros y camisetas «in», y también tabaco y güisqui. A Julita le recordaba a algún antiguo amigo londinense de los que se chutaban. Un día la invitó a cenar a su casa y la chica se divirtió. Estuvo cordial, bromista, ingenioso, seductor. Habló por los codos, aunque Julia no llegó a saber cuál era su oficio, ni de dónde sacaba los cuartos necesarios para subsistir. No mencionó nada de su pasado ni tampoco de su familia. Indudablemente tenía cierto sentido artístico, que se reflejaba en la decoración del apartamento y también translucía en su amena conversación. A Julia no le dejó indiferente, a pesar de que le traía a la memoria tiempos pasados que no quería revivir.

El de abajo, Juan García, era aproximadamente lo contrario. Empleado de banca, serio, un punto tímido y grisáceo. Parecía tranquilo, moderado, y vivía sin estridencias. Vestía con corrección, casi siempre de chaqueta y corbata, excepto en las fiestas, que lo hacía de un sport convencional. A veces charlaban a media mañana, pues el Instituto estaba cerca del banco y había una cafetería entremedias donde coincidían tomando café. El chico hablaba con frecuencia de su pueblo, del banco, de sus jefes y de su familia. Juan, dentro de su modestia, tenía una gran virtud para Julita, y era que su compañía, sin saber muy bien por qué, llenaba de paz a la chica.

Pasado algún tiempo, ambos vecinos mostraron interés por la joven profesora, y cada uno lo manifestó a su estilo. Marcelo, en una de sus fases optimistas, le propuso vivir una temporada juntos y ver si la cosa funcionaba. Según decía, alejarían el aburrimiento para siempre, y sería muy cómodo para viajar y mucho más económico para todo. Les facilitaría ver mundo y conocer otros países.

Juan, mucho más clásico, quería «iniciar relaciones» y salir a pasear todas las tardes para conocerse más y mejor, con «fines serios».

Julita se sentía halagada, pero no sabía por dónde tirar. Cada vecino, de momento, ignoraba las pretensiones del otro, pues con Juan solía hablar sólo en la cafetería, y con Marcelo en la casa de él.

El destino, como tantas veces ocurre, le solucionó el problema. Una tarde, Julita, cuando se levantaba de una sabática siesta, vio, en la parte alta de su ventana, unos pantalones y unos zapatos que colgaban. Ambas prendas parecían rellenas. Abrió la ventana y dio un grito. A los barrotes del balcón de arriba estaba atada una maroma, y de ella pendía el cuerpo de Marcelo, sujeto sólo por el cuello.

La chica le cogió algo de manía a la casa, pero con la paz que le transmitía Juan en los paseos vespertinos fue olvidando todo el desagradable asunto, y a los pocos meses ya casi ni se acordaba.

Publicado en "La Nueva España" el 30 de Septiembre de 2007.

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