Artículos de Prensa

Artículos de Prensa de José Mª Izquierdo Rojo

miércoles 29 de abril de 2009

No sólo pasión y patadas


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En una de las pequeñas historias que preceden a la que cuenta las aventuras de «Don Camilo», Giovanni Guareschi dice: «Los muchachos de hoy hacen reír cuando van en bicicleta: guardabarros, campanillas, frenos, faroles eléctricos, cambios de velocidad, ¿y después? Yo tenía una Frera cubierta de herrumbre, pero para bajar los dieciséis peldaños de la plaza jamás desmontaba: tomaba el manubrio a lo Gerbi y volaba hacia abajo como un rayo».

Cuento esto porque hace unos días me vino el párrafo a la cabeza cuando vi a unos niños, de 10 años más o menos, jugando animadamente al fútbol. Lo hacían en un campo bien marcado, con porterías de madera y hasta algo de yerba en el suelo. Iban bien equipados: botas con tacos, medias, camisetas del mismo color en cada equipo y pantalones a juego. Cada «porterín» usaba guantes y rodilleras. Había un entrenador por bando, árbitro vestido de negro y muchos padres en los márgenes del campo animando a sus chicos. El balón, de reglamento.

Nosotros, cuando salíamos del Instituto Alfonso II, cogíamos una piedra pequeña y plana que hacía de balón, buscábamos dos alcantarillas opuestas en la calle de Santa Susana (pues la de este periódico, Calvo Sotelo, estaba entonces sin asfaltar y no tenía alcantarillas) y allí echábamos grandes partidos. Cuando empezó a haber demasiados coches y nos veíamos forzados a interrumpir el juego con frecuencia, jugábamos en el Bombé, cambiamos las alcantarillas por bancos enfrentados, y con una pequeña pelota de goma disfrutábamos como verderones. También jugábamos en la Herradura, aunque ahí no había «porterías naturales» y las marcábamos con pequeños montones de carteras de libros, gabardinas o ambos. Algún árbol ayudaba. Por supuesto que usábamos zapatos o botas de calle y la misma ropa de siempre. La carencia de árbitro favorecía las discusiones, los insultos y hasta las pequeñas peleas.

Con todo, sea de la precaria forma de antaño o de la lujosa de hogaño, estoy muy a favor de que los muchachos jueguen al fútbol (o a deportes semejantes) y voy a explicar por qué.

En primer lugar, el fútbol va creando en los chicos la idea de que hay unas normas que es preciso respetar, y que si no las respetan, el resultado de la acción -aunque fuera aparentemente bueno- no sirve de nada porque es anulado, e incluso puede ocurrir que el que hace dicha acción no reglamentaria sea castigado.

Sencillo es tomar el balón con la mano y meterlo en la portería contraria, pero de nada sirve. La trampa es inútil y, con toda probabilidad, tendrá su castigo. Las normas que nos hemos dado, y hemos aceptado (al menos por mayoría) hay que cumplirlas, tal como sucede en la vida real.

En segundo lugar, y relacionado con lo anterior, el fútbol hace ver a los muchachos que hay una autoridad que es preciso respetar: la del árbitro en este caso, que tiene potestad incluso para expulsarnos del campo sin apelación posible ni argucia dilatoria. Esto creo que es importante en esta época, en la que la autoridad de los padres está perdida o no se ejerce, y la de los educadores está limitada precisamente por no existir la parental. Más autoridad tiene un árbitro para expulsar a un jugador del campo que un profesor para echar a un gamberro de la clase.

Otra idea que intenta transmitir este deporte es que el exceso puede ser nocivo. Bien está que un jugador busque la victoria de su equipo y se emplee a fondo, pero si se pasa en ardor y usa la violencia, tiene muchas posibilidades de ser expulsado, con lo que causará un grave perjuicio al equipo que quería que fuese vencedor a toda costa. No es mala enseñanza ésta de que la moderación es superior al exceso, y lo justo a lo demasiado.

Por último, entiendo que el fútbol, al ser jugado por once personas, favorece la noción de trabajo en equipo. No es tan importante hacer una buena jugada individual como triunfar y llevarse la victoria y los puntos. Esto es interesante y puede ser hasta formativo en un país tan individualista como el nuestro. Quizá no sea casualidad que -hasta hace poco- hayamos destacado más en deportes practicados por una sola persona (ciclismo, tenis, piragüismo, atletismo, etcétera) que en los de equipo. Esto, afortunadamente, está cambiando con las nuevas generaciones.

Por todo lo expuesto, creo que el fútbol no es sólo pasión, patadas y griterío, o al menos no tendría que serlo. Hay también, como en la mayoría de los deportes, un aspecto educativo, que quizá -entre todos- debamos favorecer. No es malo que los chicos jueguen al fútbol y a deportes similares, y me alegro mucho de que ahora lo puedan hacer con portería y balón «de verdad», y no con la penuria de la piedra y las alcantarillas.

Publicado en "La Nueva España" el 29 de Abril de 2009.

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viernes 12 de septiembre de 2008

Recuerdo de un compañero


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Supongo que es lo normal permanecer un buen rato con la hoja en blanco delante, mirando inexpresivamente el papel, cuando uno se propone escribir algo sobre un amigo muerto inesperadamente.

-¿Y por qué hacerlo?, me pregunto.

-No lo sé, me contesto. Pero siento cierta necesidad; una especie de deseo más o menos consciente, nebuloso, inconcreto. Parece como si me fuera a producir cierta tranquilidad o alguna satisfacción que los demás sepan lo que pensaba de él, que se enteren de que siempre lo tuve por un gran muchacho, que lo apreciaba, que admiraba lo poco que de él conocía.

En realidad nuestras conversaciones fueron escasas y no muy largas. Él era parco en palabras y yo no soy locuaz. ¿De dónde viene pues la silenciosa camaradería, la casi tácita amistad, el lacónico respeto mutuo? Pues viene de la primera hilera de la derecha en la formación de la Compañía que nos dio común albergue en el campamento de Montelarreina, en la milicia universitaria. Allí fuimos compañeros durante dos veranos. Compañeros de hilera, pero no de fila, porque él ara algo más alto que yo y, por tanto, estaba en la fila de delante. Día a día desfilábamos juntos y no debíamos de hacerlo mal porque a ambos nos habían colocado en la primera hilera de la derecha, que es la que más se ve.

Él iba inmediatamente delante de mí, en la primera o segunda fila, de modo que en los frecuentes descansos y sobre todo en las largas esperas que teníamos que soportar formados, no era raro que se diese la vuelta y que charláramos algunos minutos, no muchos, pues ya digo que era poco hablador. Nuestra común y orgullosa asturianía reforzaba la curiosa y escueta relación «posicional» que tuvimos.

Era, entonces, Ernesto un muchachote sano y fuerte. Era la viva estampa de la salud y de la fortaleza. Callado, noble, sonriente, amigo de todos y enemigo de nadie, se hacía querer tanto por los mandos como por los compañeros.

Después lo vi muy poco, apenas tres o cuatro encuentros fortuitos en más de cuarenta años, alguno en Celorio, donde pasaba algunos fines de semana trabajando en su jardín. Pero nuestra amistad de la hilera de la derecha se mantenía, quizá más en el recuerdo que en la realidad.

Siempre lo tuve por un corredor de fondo; tenaz, constante, tesonero, poco amigo de los triunfos fáciles o rápidos. Era hombre discreto, sencillo, nada alambicado. No sé lo que él pensaba de mí, pero nada malo podía ser, pues creo que la maldad le era desconocida, como les ocurre a muchos amantes de la montaña.

Desde nuestra sobria amistad, fraguada en la primera hilera de la derecha de la formación en la común compañía de Montelarreina, lleno la hoja en blanco con estos desgranados recuerdos de un hombre de bien, un noble deportista y un médico amigo.

Publicado en "La Nueva España" el 12 de Septiembre de 2008.

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miércoles 21 de mayo de 2008

La ley de Igualdad


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Nicolás era el voluntarioso alcalde de Grisalvo, un gran pueblo o pequeña ciudad del Levante español que había crecido mucho en los últimos años. Entre el turismo, las empresas de zapatos y las fábricas de juguetes, el número de habitantes se había triplicado y Nicolás gobernaba ya a más de sesenta mil almas, lo que le traía no pocos disgustos y quebraderos de cabeza.

Uno de ellos llegó cuando la ministra de Igualdad anunció su visita a la floreciente población. Iba a inaugurar una residencia para ancianos y ancianas (así se lo comunicaron, sic), y Nicolás, hombre que venía del campo y poco acostumbrado al protocolo y a los convencionalismos sociales, empezó a inquietarse profundamente y a ponerse nervioso.

- ¿Qué podríamos hacer para agradar a la Ministra?, preguntaba a sus concejales más próximos.

- Lo mejor será hacerle una recepción en el Ayuntamiento, dijo uno.

- Seguramente querrá decir unas palabras al pueblo para que vean los vecinos que se preocupa de nuestros mayores, dijo otro.

Pues eso haremos, dijo Nicolás aliviado. La recibiremos y saludaremos aquí en el Consistorio, le ofrecemos un café o un refresco y le pedimos que salude al pueblo desde el balcón. Así les dirá a lo que viene y se quedará contenta.

Un concejal expresó una objeción sensata:

-Pudiera ser que apenas viniera gente a la plaza para oír a la Ministra. Es nueva en el cargo y poco conocida por estos pagos?

-Eso lo arreglamos organizando una monumental paella, como hacemos en la fiesta del verano. Después de la charla de la Ministra se hace el reparto de raciones. Así seguro que se llena.

Otro concejal expresó también su opinión:

-Sin duda, le agradaría mucho ver que en este pueblo se cumple la igualdad, al menos la de sexos. Tendremos que procurar que en todo lo que vea estén representados hombres y mujeres a la par.

Eso les pareció a todos muy razonable, especialmente a Nicolás, que como hombre de campo iba más al fondo que a la forma. Para él estaba muy claro que «obras son amores, y no buenas razones». Si la Ministra veía igualdad por doquier se iría más satisfecha que si le daban una lujosa recepción.

Consiguientemente, Nicolás procuró que hubiera amplia representación femenina en todos los estamentos que la Ministra pudiera ver. Habló con el jefe de los municipales para que desplegara ese día a todas las mujeres guardias que hubiera (que eran pocas), y lo mismo le pidió al sargento de la Guardia Civil. En la banda de música, las escasas féminas que tocaban instrumentos debían estar bien visibles, al igual que las concejalas durante la recepción. También se ocupó personalmente de que hubiera, entre los cocineros de la paella, un número similar de varones y de mujeres, lo que era importante porque desde el balcón se distinguía todo con mucha nitidez.

Respecto al público en general no habría problema, pues acudirían personas de ambos sexos. Todo parecía arreglado. La Ministra se iría con una gratísima impresión.

De repente, una idea inquietante empezó a corroerle las meninges. Era la que se refería a los pordioseros. En el pueblo había muchos. Quizá por la benignidad del clima y por la riqueza que proporcionaban el turismo y la industria, no menos de treinta vagabundos pululaban por la próspera ciudad, y al enterarse de que habría paella gratis en la plaza, seguro que todos acudirían en masa, se harían notar por su aspecto y la Ministra los distinguiría perfectamente desde el balcón.

Bien es verdad que los pordioseros de Grisalvo no hacían daño a nadie y que la mayoría era incluso tratable, pero Nicolás empezó a preocuparse gravemente, y no por la impresión que pudieran dar de suciedad y desaliño, sino porque no había entre ellos ninguna mujer. Por más que se devanaba los sesos, Nicolás no recordaba haber visto nunca pordiosera alguna. Había dos o tres mendigas que pedían en la puerta de la iglesia o en una esquina de la plaza, pero eran mujeres con domicilio fijo, que tenían su casa, o al menos su habitación, y que no estaban muy sucias ni desaliñadas. Pordioseras vagabundas, lo que se dice errabundas de greñas y mochila al hombro, de ésas no había ninguna. Si no veía vagabundas, no ya en proporción similar a la de varones, sino simplemente dos o tres de muestra, ¿lo consideraría la Ministra un desacato a la ley de Igualdad? ¿Le parecería una burla a la importancia de su flamante Ministerio? ¿Iría diciendo a Madrid que en Grisalvo no se tenían en cuenta las geniales ideas del Presidente? ¿Lo tomaría éste a mal?

Nicolás estaba desconcertado. Habló con los concejales, pero ninguno sabía dónde podría haber un buen puñado de pordioseras para la ocasión.

Después de mucho pensar, se le ocurrió que dos de sus hijas ya mozas y alguna de sus amigas podrían disfrazarse de indigentes y así equilibrar la balanza. La Ministra vería pordioseros y pordioseras, mendigos y mendigas, vagabundos y vagabundas, menesterosos y menesterosas, etcétera, y se marcharía encantada de la vida y de la eficacia de su Ministerio.

Así lo hizo el ingenioso alcalde, y el día de la gala, en la plaza Mayor, escuchando a la señora Ministra y esperando el reparto de la gigantesca paella, se podía ver a unos veinte vagabundos agrupados en una esquina de la plaza y a siete u ocho vagabundas en otra. Nicolás estaba radiante y feliz por el buen término de su brillante idea. Nadie podría decir que en su ciudad se discriminaba a los pordioseros.

No todo acabó tan bien, pues cuando terminaron los vagabundos de comer la paella, bien regada con el vino que abundaba, vieron que las vagabundas eran jóvenes y guapas, con lo que se acercaron a ellas y las abordaron. Quizá por eso de la fraternidad gremial, algunos quisieron propasarse y tuvieron que intervenir los municipales. Pero eso ya fue después de que la Ministra se hubiera marchado.

Publicado en "La Nueva España" el 21 de Mayo de 2008.

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domingo 20 de abril de 2008

¿Es progreso cerrar hospitales psiquiátricos?


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Eso de la asistencia psiquiátrica pasa por fases, como tantas otras cosas. En unas se tiende a encerrar a los lunáticos, y en otras a dejarles que hagan lo que les plazca. Va por épocas y por gobiernos.

Los que se llaman progresistas tienden a pensar que no se debe encerrar a nadie, que lo de internar en manicomios es una antigualla que puede prestarse a abusos y a incapacitaciones dolosas e indebidas. En consecuencia, abogan por cerrar los psiquiátricos y reconvertirlos para otros fines.

Los de tendencia conservadora buscan la seguridad del público en general, y son partidarios del control hospitalario de los enfermos mentales, y si llega el caso, de internarlos por una temporada. Claro está que para el control hospitalario y para ingresarlos algún tiempo se precisa un hospital psiquiátrico.

Hace ya años algunos psiquiatras italianos, seguidos de no pocos españoles, llegaron a decir que la culpa de la existencia de las enfermedades psiquiátricas la tenía la sociedad, que era «alienante». Curiosamente esa actitud se consideró (a sí misma y por sus secuaces) «progresista», y los gobiernos del mismo signo, o sea, los sedicentes progresistas, empezaron a desmantelar los manicomios oficiales y, por tanto, la asistencia psiquiátrica hospitalaria, dejando a los orates en la calle, desprotegidos ellos y desprotegida la sociedad de los posibles desmanes de los alienados.

Esto es muy curioso, pues los progresos científicos van todos en la dirección contraria: las enfermedades mentales tienen, en su inmensa mayoría, una causa orgánica: sea un trastorno del metabolismo cerebral, sea un virus neurotropo, sea una degeneración celular o tisular, etcétera, y muy especialmente la esquizofrenia, que es la causante de la mayoría de los desaguisados cometidos por dementes. Lo que ocurre es que no siempre conocemos la etiología exacta, pero sí sabemos de su organicidad.

Parece, por tanto, lógico pensar que lo moderno, lo actual, lo «progresista», es considerar al enfermo psiquiátrico como a otro cualquiera -dada la indudable organicidad de su mal-, y, en cambio lo antiguo, lo trasnochado, lo «reaccionario», es buscar «culpas» de la enfermedad. Atribuir la esquizofrenia a la presión de la sociedad «alienante» se parece mucho a atribuirla al castigo por el pecado o a la actividad del demonio, y en el terreno científico resulta hoy día una actitud enormemente «reaccionaria», además de profundamente ignorante.

Si las enfermedades psíquicas son, en su mayoría, exactamente iguales que las demás en lo que a sus causas se refiere, cerrar los hospitales psiquiátricos equivale a eliminar los hospitales generales, o al menos una parte de ellos.

Sabemos que extensas áreas del cerebro expresan su enfermar con síntomas psiquiátricos. Suprimir la asistencia a esos pacientes sería como eliminar los servicios de digestivo o de ginecología de un hospital general.

Eso es lo que se ha hecho en España. Se han desmantelado los hospitales psiquiátricos estatales y no se ha creado una red de asistencia psiquiátrica hospitalaria que los sustituya. Bien sé que en algunos casos, hace muchos años, ciertos manicomios no eran sino «almacenes de razones perdidas», pero a lo que eso obliga es a mejorarlos, no a eliminarlos.

El control hospitalario, en cualquier enfermedad, es más profundo y eficaz que el control ambulatorio del dispensario, pues permite los ingresos en las fases agudas, tan frecuentes en las enfermedades psiquiátricas, como ocurre con los brotes en la esquizofrenia o las fases extremas de la psicosis maniaco-depresiva, por ejemplo.

Los tristes resultados de esta moderna actitud «reaccionaria» disfrazada de progresista los tenemos desgraciadamente a la vista. Recientemente ha habido varios casos de esquizofrénicos descontrolados que han provocado no pocas desgracias. ¿Hubieran podido evitarse algunas?

Publicado en "La Nueva España" el 20 de Abril de 2008.

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viernes 18 de abril de 2008

Deportistas pasivos


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Cada día hay más y cada vez más variados. Ahora, en primavera y verano, los ciclistas empiezan a alcanzar a futbolistas y baloncestistas, llegando incluso a igualarlos y sobrepasarlos. Ha aumentado exponencialmente el número de los pilotos de Fórmula 1, y siguen creciendo los golfistas.

El objeto necesario para poder practicar el deporte pasivo no es la bicicleta, ni el balón adecuado, ni los palos de golf. Menos aún el coche de carreras. El objeto imprescindible es el televisor, seguido de cerca por el sillón o el sofá, y a cierta distancia por la mesita auxiliar.

El deportista pasivo, al que algunos enfáticamente llaman «receptivo», puede practicar su deporte favorito solo o acompañado. En cualquier caso, suele hacer buen acopio de cerveza fría, sangría, tinto de verano o bebida similar, y en ocasiones -según las circunstancias- café o cubalibre.

Encenderá el televisor y ahí empezará a practicar su deporte favorito, que -sea el que sea- le permitirá disfrutar del increíble placer que se obtiene viendo sudar a los demás mientras uno permanece fresquito y descansado. Es tremendamente gratificante ver a los deportistas activos echando el bofe sobre la bicicleta cuando escalan las más empinadas rampas, a los que corren afanosamente el extenso campo de fútbol perseguidos por contrarios, o a los que toman curvas a doscientos por hora, mientras el deportista pasivo devora cómodamente pinchos de tortilla, se refresca con la cervecita, cambia de postura en el sofá y se emociona con los goles que marca su ídolo.

Se decía de algunos patricios romanos que cuando estaban en sus palacios de invierno y nevaba abundantemente, hacían que sus esclavos encendieran las estufas y chimeneas y, acto seguido, les ordenaban pasear por la nieve que rodeaba el palacio. Disfrutaban así del placer de sentirse abrigados y calentitos en su casa viendo cómo otros pasaban frío a la intemperie. Recuerdo haber leído que algunos patricios -obviamente crueles- ordenaban a los esclavos pasear descalzos.

Supongo que esto tendrá algo que ver con esa afición tan española que consiste en ver trabajar a los demás mientras nosotros estamos ociosos. Fíjense en una obra cualquiera próxima a un paseo o a una calle peatonal. Probablemente verán a docenas de desocupados que miran atentamente cómo cuatro o cinco obreros hacen el trabajo. Muestran tanto interés los supervisores que parecen los capataces encargados de la vigilancia de la obra. El espectáculo está servido.

En verano suele aumentar el número de desocupados, por lo que la proporción mirones/trabajadores puede llegar a ser de cinco a uno. El sudor que resbala por la piel de los obreros -que al mediodía ya tienen el torso desnudo por el calor- añade atractivo a la carpetovetónica distracción.
Si hay tiempo suficiente, pronto empiezan a oírse las observaciones de los espectadores: «Ese muro no está bien alineado». «Tampoco está bien cargado». «Queda débil». «Ahora ya no se trabaja como antes». «Sin máquinas quisiera yo ver a ésos…» «Ahora aprenden el oficio por correspondencia…» «Luego pasa lo que pasa…»

Tal parece que todos y cada uno de ellos fueran ingenieros, arquitectos o expertos directores de empresas.

Lo mismo le ocurre al deportista pasivo. Opinará de los lances del juego, de las intenciones de los entrenadores y de las decisiones de los árbitros. Y lo hará con tal convicción, denuedo y vehemencia que puede resultar arriesgado, incluso peligroso, contradecirle. No pocos divorcios empezaron por frases tan inocentes como: «Pues a mí no me pareció penalti», «Hay que reconocer que los otros jugaron mejor» o «Los árbitros también son humanos».

La gran diferencia entre el deportista pasivo y el activo es que el primero gana kilos mientras que el segundo los pierde. Pero, claro, eso del metabolismo ya es harina de otro costal.

Publicado en "La Nueva España" el 18 de Abril de 2008.

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jueves 3 de abril de 2008

Marcelo el sereno


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Eso de los serenos es otra de las buenas cosas peculiares de España que, por igualarnos con el extranjero, nos fueron quitando nuestras autoridades, que suelen ser muy esnob, además de incompetentes e ignorantes, por lo general.

Hace un par de siglos, mal contados, cuando muchos españoles emigraron temporalmente al Reino Unido por mor del absolutismo real, se establecieron en un determinado barrio londinense. Ya saben ustedes lo que sucede en esos casos, que iban llegando españoles exiliados al extranjero y buscaban la compañía y ayuda de sus compatriotas, con lo que al cabo de un tiempo en el barrio se oía más español que inglés. Esas personas, emigrantes en país lejano, estaban acostumbradas a la seguridad y comodidad que proporcionan los serenos durante la noche, por lo que, pasado algún tiempo, solicitaron y consiguieron que el Ayuntamiento de Londres les permitiera tener serenos en su barrio. Ése es un ejemplo de flexibilidad, comprensión y tolerancia.

Aquí, en cambio, nos cargamos tan eficaz y entrañable oficio, a pesar de que en muchas ciudades, como Madrid y Valladolid, eran toda una institución. Cuando vivía y trabajaba en la capital, el sereno de mi calle se llamaba Marcelo, y obviamente era asturiano, de Cangas del Narcea.

Marcelo era un buen paisano, siempre sonriente, que me abría la puerta, educadamente me dejaba pasar primero y a continuación daba la luz de la escalera y las buenas noches. Yo subía a casa con un regusto amargo al pensar que a Marcelo le esperaba una noche en vela en medio de un frío casi polar, mientras yo leía primero y dormía después bien calentito en mi cama. Cuando tuve más confianza aprovechaba el paisanaje común y le preguntaba:

-Marcelo, ¿no se le hacen largas las noches ahí en la calle, tan solo?

-Vaya, no crea que tanto. Ahora, hasta las doce, más o menos, estoy entretenido con los portales y después apago las luces de unos cuantos escaparates. De seguido, y justo antes de que cierre, me tomo un café en el bar de Cirilo, ya sabe cuál es, ahí un poco para abajo, que cierra muy tarde, cerca de la una; doy más tarde unas cuantas vueltas para asegurarme que está todo en orden y después, ya tranquilo, me tomo una copa de coñac, de este que traigo en la petaca, que me entona mucho. Así voy pasando…

-Pero ahora en invierno hará un frío atroz, ¿no se mete en algún portal calentito?

-No señor, en un portal no, pues no vería la calle y seguramente no oiría si me necesitan. Algún día, a eso de las cinco que es cuando más aprieta, me tengo metido en un coche. Desde dentro se vigila bien la calle y si bajo un poco la ventanilla puedo oír las palmas si las tocan.

-¿Pero hay coches abiertos?

-Siempre hay alguno. Entre tantos que aparcan por aquí no es raro que a alguien se le olvide cerrarlo.

-Si usted quiere, Marcelo, yo puedo dejar el mío abierto estas noches de más frío. Estando usted cerca, el coche estará seguro.

-Quiá, no se moleste en eso. Como digo, siempre hay alguno que se queda abierto.

A muchos españoles nos pareció un error lo de suprimir los serenos, pero las autoridades no suelen molestarse en intentar saber lo que quieren los ciudadanos. Hacen lo que se les pone en los huevos y ya está. Véase lo de ir a Irak o los acuerdos con ETA.

Menos mal que hay excepciones, como Gijón o Chamberí. Las estadísticas, al menos las que he manejado, mostraban que la mayoría de los españoles estaba a favor de los serenos. Esperemos que vuelvan.

Publicado en "La Nueva España" el 3 de Abril de 2008.

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miércoles 19 de marzo de 2008

Mitos y mareas


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Los mitos, como los cuentos y las leyendas, siempre han sido del agrado de los humanos. Ahora vivimos tiempos de desmitificación, quizá porque la ciencia progresa, y al avanzar nos va explicando el porqué de muchos de los sucesos que antes parecían mágicos, míticos, inexplicables.

Seguramente todo empezó por el amanecer. Para nuestros antepasados, la diaria salida del sol tuvo que ser un misterio lleno de belleza, como la que encierran tantos otros mitos. Después llegaron Copérnico, Galileo, Newton y otros, que nos explicaron científicamente el cómo y el porqué del fenómeno. Del carro del sol conducido por Apolo, pasamos a las fuerzas de la gravitación universal y al movimiento de rotación de la Tierra.

En la fisiología ocurrió algo parecido. Quizá fue el corazón una de las vísceras más desmitificadas. Considerada antaño cuna del amor, de los afectos y de las pasiones, ha pasado hoy día a desempeñar un prosaico papel de bomba inyectora, cuyos devaneos no influyen en los sentimientos, sino más bien en el electrocardiograma.

En el cerebro el asunto ha pasado a mayores. El entendimiento, la memoria, la confianza, etcétera, tienen sus áreas peculiares, sus circuitos preferentes, y su funcionamiento se desvela día a día. Una de las «potencias del alma» que decía San Agustín, la memoria, la tienen infinidad de aparatos electrónicos, y hasta muchos ascensores de las casas y asientos de los automóviles.

Incluso el amor, que parecía el último reducto del misterio, del mito y de la leyenda, está siendo minado por la ciencia. Sabemos que la serotonina influye en el sentimiento amoroso. Recientemente se ha visto que una hormona segregada por la neurohipófisis, la oxitocina, puede tener algunas acciones en este sentido. En una determinada raza de ratones existen dos variedades de individuos: los que habitan en las praderas, que son monógamos, comparten la cueva en la que habitan con su pareja, colaboran en la alimentación de las crías, se enfadan y deprimen si se les separa y son fieles de por vida. Puede decirse que habitualmente forman parejas estables. Incluso si enviudan, pocas veces se aparean de nuevo. Los ratones de la variedad de las montañas, por el contrario, son promiscuos, no forman parejas, o sólo con la madre cuando son jóvenes. Según ciertas investigaciones, los primeros tienen niveles de oxitocina más altos que los segundos. Si a las hembras de la variedad de las montañas se les inyecta oxitocina, hacen parejas con más facilidad, incluso sin apareamiento previo, y estables. Los antagonistas de la oxitocina invierten estos comportamientos. Parece ser que ambas variedades tienen receptores de oxitocina en el cerebro, aunque en lugares diferentes.
La oxitocina es una hormona segregada por la neurohipófisis que interviene en el mecanismo del parto. Se segrega en el parto, en la lactancia y durante el coito. Favorece la contracción del músculo uterino y la expulsión de leche.

Otra sustancia que -como decíamos anteriormente- parece intervenir es la serotonina. Son interesantes las experiencias de Donatella Marazzitti, que observó niveles bajos de serotonina en las plaquetas, tanto en los pacientes afectados de trastorno obsesivo-compulsivo como en los enamorados recientes («amor de enamoramiento»). Al año se habían normalizado.

El conocimiento científico no es sino una progresiva desmitificación. Mi esperanza son las mareas. Ese silencioso fluir y refluir de la mar, que mueve millones de litros de agua, que facilita la vida en la costa, que muda continuamente nuestro paisaje. Ya sé que hay varias explicaciones científicas en las que interviene la atracción causada por el Sol y la Luna, pero -según creo- hay aún algunos detalles que permanecen oscuros. No todo se sabe en lo relativo a las mareas. Por eso me gusta ver la invasión de las aguas y su posterior retirada cada seis horas y cuarto. Puntualmente. Inexorablemente. Y celebro saber que no hay todavía explicación cabal, completa, absoluta; que aún nos queda una pizca de mito en el eterno devenir de las mareas. Benditas sean.

Publicado en "La Nueva España" el 19 de Marzo de 2008.

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domingo 9 de marzo de 2008

Respeto a los tribunales


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En el mundo en que vivimos parece que fuera obligado tener respeto innato y reverencial a los tribunales. Me refiero a los de justicia, que tanto dan que hablar. Yo supongo que los tribunales, como el resto de las personas e instituciones, tendrán que ganarse ese respeto. Una persona, para ser respetada por sus vecinos, tiene que comportarse dignamente, lo que suele incluir no hacer mal a nadie, mantener la palabra dada y cumplir con su deber. Supongo que, «mutatis mutandis», algo parecido ocurrirá con las instituciones.

Si partimos de esos supuestos, resulta muy difícil respetar al Tribunal Constitucional. No sólo está dilatando decisiones importantes -hay quien dice que por motivos políticos-, sino que emite sentencias que dañan la imagen que los ciudadanos tenemos de la justicia. En el famoso caso de «los Albertos», dicho tribunal asegura que hubo estafa, que esos señores (?) se quedaron con el dinero de pequeños ahorradores mediante engaño, pero no impone a los estafadores ninguna sanción, y -lo que es más grave- los tales individuos no tienen que devolver lo robado, a pesar de que son más ricos que Creso y los estafados, comparativamente, más pobres que las ratas.

Naturalmente que eso hiere de muerte al más elemental sentido de la justicia. Resulta imposible explicarse que sesudos varones especialistas en leyes hayan perdido el norte y piensen que una artimaña jurídica, por sutil que sea, pueda primar e imponerse al «sentido común de la justicia». Supongo que esas personas están metidas hasta las cejas, y enredadas, en normas, excepciones, otrosíes y considerandos. Supongo que saben tanto y viven con tanta intensidad los detalles y entresijos de la jurisprudencia que no pueden salir de ella. En sus enfotadas cabecitas, la juridicidad manda sobre la justicia. Los árboles no les dejan ver el bosque. Es la única ¿explicación? que se me ocurre. Hay otra, aunque prefiero no pensar en ella, a pesar de que en este mundo «todo cabe», como decía Sancho.

El resultado de esta agresión al sentido común de la justicia no es otro que el desprestigio del mentado tribunal. Aun suponiendo que hubiera algún resquicio legal que permitiera la exoneración de «los Albertos» después de quedarse con el dinero de probos ciudadanos, cualquier tribunal de justicia que respetase el espíritu de Astrea debería procurar que los estafadores tuvieran su castigo y, por supuesto, que los inocentes estafados recuperasen su dinero. Consecuentemente, debería huir de cuantos resquicios legales permitieran una prescripción del delito, que el propio tribunal en cuestión dice que existió.

Aquí lo tiene fácil el Constitucional, pues el Supremo y el fiscal general apoyan esa opción justa. Hubiera sido una buena ocasión para que ambos tribunales caminasen en direcciones parecidas. El Constitucional podría matar dos pájaros de un tiro: cumplir con el sentido común de la justicia y acercarse al Supremo aceptando las sugerencias de éste último, aunque más bien parece que está empeñado en que su opinión prive, aun a sabiendas de que perderá el respeto de muchos ciudadanos y de que se enfrentará a otras instituciones jurídicas de peso. La única explicación es que la prepotencia, el engreimiento y la soberbia superen al «sentido común de la justicia» y al deseo de concordia entre grandes tribunales.

Hay otra explicación, aunque prefiero no pensar en ella, aunque en este mundo «todo cabe» como decía Sancho.

Publicado en "La Nueva España" el 9 de Marzo de 2008.

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lunes 4 de febrero de 2008

La estatua del racista


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Generoso Álvarez Urruti, más conocido como «General Urruti», seguramente por las apócopes, seguidas de la síntesis, de nombre y primer apellido, era un político profesional provinciano, natural y vecino de Bilbao, que lo mismo servía para un roto que para un descosido. Quiero decir que no tenía ideas, sino que simplemente seguía las directrices del nacionalismo vasco, o sea, las de Sabino Arana, ese carlista que escribió, a propósito de los vascos: «Vuestra raza, singular por sus bellas cualidades, pero más singular aún por no tener ningún punto de contacto o fraternidad ni con la raza española ni con la francesa, que son sus vecinas, ni con raza alguna del mundo, era la que constituía a vuestra patria Bizkaya; y vosotros, sin pizca de dignidad y sin respeto a vuestros padres, habéis mezclado vuestra sangre con la española o maketa, os habéis hermanado y confundido con la raza más vil y despreciable de Europa, y estáis procurando que esta raza envilecida sustituya a la vuestra en el territorio de vuestra patria».

El General Urruti, allá en el fondo, estaba bastante de acuerdo con esas palabras, y por eso había contribuido a que se le hiciera una estatua a racista tan destacado como el tal Arana en lugar preferente de Bilbao. Al igual que su mentor, que había aprendido el eusquera ya bien crecidito, Urruti decidió recibir -pasados los 30- clases de la lengua que, según Arana, venía directamente de Dios, llegando, tras mucho esfuerzo, a entenderse con ella. En resumen, Generoso se consideraba un buen vasco, a fuer de nacionalista.

Con veneración leía las agudas frases de su admirado prócer: «La fisonomía del bizkaino es inteligente y noble; la del español, inexpresiva y adusta. El bizkaino es nervudo y ágil; el español es flojo y torpe. El bizkaino es inteligente y hábil para toda clase de trabajos; el español es corto de inteligencia y carece de maña para los trabajos más sencillos».

Cuando, en algún momento de lucidez, Generoso no veía esas diferencias tan marcadas como aseguraba su líder, otros de los escritos le daban la cumplida explicación: «El roce de nuestro pueblo con el español causa inmediata y necesariamente en nuestra raza ignorancia y extravío de inteligencia, debilidad y corrupción de corazón».

En resumen, que el General vivía en una nube nacionalista cuya ideología no era ni de izquierdas ni de derechas, sino que estaba fundamentalmente basada en el racismo y en el odio a España. Ésos eran sus ideales.

El General Urruti apenas si había salido del País Vasco. Allí se encontraba bien, y no era extraño que así fuera, pues ganaba un sueldo excelente, el trabajo no le mataba y vivía con su madre en piso propio, de modo que todos los meses le sobraba algo para el gato, que ya estaba bien repleto. Asistía a comilonas con frecuencia, era socio del Athletic y tenía abono para las corridas de feria. Se sentía satisfecho, aunque lo de los toros no lo cacareaba mucho, pues -aunque le apasionaba- podía sonar demasiado «español».

Pero la vida da muchas vueltas y el pobre General vio, en el mismo año, cómo se moría su madre y cómo su partido perdía las elecciones. Los nacionalistas estaban asombrados; casi tanto como cuando ETA asesinó a uno de los suyos, asombro que no podía sino significar colaboración, amistad y simpatía mutuas. El caso es que Urruti se quedó solo y sin empleo. El gato ahora bajaba, y los amigos, proporcionalmente. Casi nadie le llamaba General. La vida empezaba a ser aburrida y el recuerdo de su madre la teñía de tristeza.

El nacionalista en paro decidió viajar. Pensaba que podría encontrar otras gentes en situación parecida. Le hubiera gustado ir a Londres, pero no sabía más lenguas que el castellano y algo de eusquera, por lo que empezó por ir a Madrid. Allí cayó con buen pie en una peña taurina, donde hizo buenos amigos. En su compañía visitaba museos, bares y restaurantes. Acudía al teatro y hasta se echó una novia de Plasencia, Chelo, que era un bombón y a la que no le importaba que Generoso fuera vasco, o sea, que no seguía las doctrinas de Arana. Al poco tiempo el General estaba encantado. Todo el mundo le recibía bien y en Madrid, a pesar de los esporádicos asesinatos de las bombas de ETA, parecía que sobraba alegría de vivir.

Un día, a causa de su conocimiento del ambiente taurino, le ofrecieron un trabajo en Las Ventas. Era un buen asunto y Generoso aceptó. Decidió entonces vender su piso de Bilbao, al que ya no iba casi nunca. En cuanto tuvo ocasión, para allá se fue a gestionar la venta, acompañado por Chelo, que se interesaba mucho por todo lo que veía en la capital vizcaína. Un día que pasaban al lado de la estatua de Sabino Arana, Chelo preguntó:

-¿Quién era ese señor?

-Era… fue… pues era un hombre que no había viajado.

-¿Y por eso le hicieron una estatua?

-Es que los que se la hicieron tampoco habían viajado.

Aunque las respuestas no le parecieron geniales, Chelo, que le tenía bastante respeto a su novio, ya no se atrevió a seguir preguntando.

Publicado en "La Nueva España" el 4 de Febrero de 2008.

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jueves 15 de noviembre de 2007

El bando del señor alcalde y el «de» dubitativo


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No serán pocos los españoles que aún se acuerden de «La Codorniz» y de su famosa «Cárcel de papel», así como de la menos severa «Comisaría de papel». Ante ambas instituciones hubiera yo denunciado al señor alcalde de Oviedo por el bando que publicó en la portada del periódico el pasado lunes, pues al utilizar el «de» dubitativo creo que incorrectamente, puede llevar al ánimo del lector una idea distinta y aún opuesta a la que -pienso- quiere expresar.

Mi denuncia ante la cárcel de papel se basa en que no es lo mismo «deber» que «deber de», pues ese «de» que sigue al verbo le da un sentido de duda, de incertidumbre, de probabilidad, por lo que algunos lo llaman «de» dubitativo. Cuando no existe ese «de», el verbo tiene el sentido de obligatoriedad, de tener que cumplir con el deber. Si estamos en la estación esperando a Juan, nos informan de que un tren está al llegar y afirmamos: «Juan debe llegar en ese tren», estamos significando que el deber de Juan, su obligación, es haber tomado ese tren, y que si no viene en él está faltando a su deber. Pero si por el contrario decimos: «Juan debe de llegar en ese tren» lo que intentamos transmitir es que posiblemente venga en él, pero que puede venir en otro, o incluso es posible que viaje en automóvil o en otro medio de locomoción. Si decimos «debe bañarse» sugerimos que tiene que hacerlo, porque está sucio o sudoroso, pero en cambio «debe de bañarse» indica duda, porque puede gustarle más la ducha. «Deber» indica obligación, y «deber de» posibilidad, duda, incertidumbre. Hay matices y excepciones pero no hacen al caso.

Por eso, el bando del señor Alcalde puede malinterpretarse. Cuando dice «Juan Carlos I ha actuado como debe de hacerlo el Jefe del Estado», está afirmando que el Rey actuó como quizá lo haga un Jefe del Estado, como posiblemente lo pueda hacer, de esa manera o de otra, lo que no creo que fuera su intención. Una supresión de ese «de» pondría las cosas en su sitio indicando claramente que actuó como era su deber.

Respecto a la comisaría, se han recibido tres denuncias anónimas. Una indica que el señor Alcalde debió emplear el indefinido y decir «actuó» en vez del perfecto «ha actuado», al haberse terminado el período de tiempo en el que transcurre la acción, que se supone fue el día de la reunión. Otra hace notar que la historia de España es «su» historia y no siempre y necesariamente «nuestra» historia, y la última, no sé si con mucho fundamento o no, señala que cuando uno se dirige al Rey directamente, como hace al final el señor Alcalde para agradecer el gesto regio, debe emplear el tratamiento de «Señor» en vez del de «Majestad».

A pesar de que se dictó una sentencia de varias horas en la cárcel de papel, inmediatamente y por los organismos competentes se procedió al indulto del acusado, al tratarse de asuntos de menor cuantía, y no siendo los cargos dignos de castigo sino de mera llamada de atención.

Publicado en "La Nueva España" el 15 de Noviembre de 2007.

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viernes 19 de octubre de 2007

Neuroeconomía


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Aunque el nombre suena raro, el asunto está de moda. En el fondo, es justo lo que me parece que está Vd. pensando, una especie de aplicación de la neurología a la economía clásica o, quizá mejor, a las decisiones económicas. Esta ciencia trata de aplicar muchos conocimientos psicológicos y algunos neurológicos para saber por qué se toma una decisión y no otra, e incluso para saber en qué parte del cerebro se gestó la mencionada decisión. En la nueva disciplina pueden estar implicados economistas, ingenieros, neurólogos, psicólogos, neurorradiólogos, etcétera.

Como tantas veces ocurre en el costoso camino del conocimiento humano, el punto de partida fue una observación empírica: las decisiones que tomamos en relación a nuestra economía, tanto si afectan a un bolsillo escaso, particular y pobre, como a uno financiero e industrial millonario, no siempre las adoptamos conforme a la lógica, a la razón, a la teoría económica ortodoxa, sino que, en ocasiones, difieren de ellas y parecen estar influidas por otros factores no siempre fáciles de descubrir ni sencillos de interpretar.

Todo el asunto se ve más claro con algunos ejemplos ya clásicos en la teoría de juegos, como el siguiente:

Un primer jugador A debe hacer una propuesta a un segundo B sobre cómo podrían repartirse 10 euros entre ellos (por ejemplo, 7 euros para el primero y 3 para el segundo). El papel del segundo jugador se limita a aceptar o rechazar la propuesta. Si la acepta, cada uno de los jugadores recibe la cantidad acordada, pero, si la rechaza, los dos jugadores se quedan sin nada. Con otras palabras, para que A reciba los diez euros, una parte, la que sea, ha de ir a parar a B. En resumen, B ha de aceptar algo de A, aunque sea poco, para que A reciba los diez euros y puedan repartírselos.

En pura teoría económica y racional, el jugador B debería aceptar cualquier cantidad antes de negarse en redondo. Por ejemplo, podría pensar que un euro es mejor que nada, y alguna parte de su cerebro racional y organizativo (con toda probabilidad las áreas prefrontales, típicamente humanas) le estarán diciendo: «coge un euro, no lo pienses más, y lárgate a tomar gratis un café». Pero también es posible que las mismas áreas le digan: «No aceptes menos de dos euros, que no sería mal reparto; él aún tendría ocho y tú podrías tomar el café con un buen bollo».

Pero, claro, el cerebro no consta sólo de áreas prefrontales lógicas, racionales y previsoras. La evolución le ha dotado también de un cerebro profundo, filogenéticamente antiguo, similar al de los animales superiores, donde anidan los instintos, las pulsiones, los sentimientos primitivos, las tendencias, los afectos, el humor, las pasiones, etcétera.

Y estas áreas primitivas también tienen voz y voto, y pueden susurrar al oído de algunos: ¿por qué ese tío va a ganar más que tú, si tenéis el mismo derecho? Si tú quieres, él no gana nada, de modo que lo correcto sería repartirse los diez euros a partes iguales. Tienes exactamente el mismo poder que él tiene, de modo que cinco euros para cada uno sería lo correcto. Cualquier otro arreglo es injusto, ¿qué se habrá creído ese tipo? No aceptes en ningún caso menos de cinco euros.

Parece claro que al introducir el concepto de justicia sobre el de mero interés, la cosa se complica, pero probablemente ése es el meollo de la cuestión, pues el interés es cuantificable («más vale un euro que nada»), en tanto que la justicia personal no lo es, o lo es difícilmente.

O rompemos la baraja

El caso es que mientras la teoría económica racional indicaría que lo ideal es cualquier acuerdo, si Vds. hacen la prueba con sus hijos, o con sus compañeros de oficina, encontrarán a muchos que, utilizando preferentemente el cerebro profundo antes que la corteza prefrontal, les responderán: hombre, mira qué bien, nueve para ti y uno para mí, ¿por qué no lo hacemos al revés? En esas condiciones no quiero trato.

Puede ocurrir que un jugador B, al escuchar una oferta baja, en vez de pensar que va a recibir algo sin ningún esfuerzo, se sienta, por el contrario, «poco valorado» o incluso «humillado». Y entonces es cuando soltará ese dicho tan español y (yo creo que) tan estúpido: aquí o jugamos todos o se rompe la baraja. Digo estúpido porque la baraja no tiene culpa ninguna, y destruirla equivale a quedarse sin ella y no poder jugar ya nunca más a nada.

España debe de ser el paraíso de los jugadores B, quizá por el carácter envidioso que se nos atribuye. Me viene a la memoria el antiguo y conocido cuento en el que un rey le dice a uno de sus cortesanos que le daría lo que le pidiese, con la condición de que a otro de sus nobles caballeros, envidiado por el anterior, le daría el doble. Pidió entonces el primero que le sacasen un ojo, con lo que el otro caballero se quedaría ciego. Hay una variante aún más negra, en la que pide que le saquen un ojo y le corten una pierna. Así el otro queda ciego y sin piernas. ¡Verdaderamente aleccionador!

Menos mal que uno de los proverbios de don Sem Tob (nacido en Castilla, pero de estirpe judía) nos redime:
«Qué venganza pudiste
haber del envidioso
mayor que estar él triste
mientras tú estás gozoso».

Pero, volviendo a nuestro tema, ésta es la realidad: en muchas decisiones económicas no sólo influye lo racional, sino otros factores, quizá más próximos a las ciencias neurológicas y psicológicas que a la matemática o a la lógica.

Parece probable que sentimientos como los de justicia, igualdad, venganza, etcétera, puedan limitar y hasta cambiar las decisiones racionales lógicamente esperadas. Quizá las ofertas muy bajas del jugador A despierten en el jugador B reacciones de enfado, tal vez por «sentirse humillado», aunque -bien mirado- lo único que se le ofrece es la posibilidad de recibir algún dinero sin contrapartida alguna, por lo que, en buena lógica, debería sentirse antes agradecido que molesto.

Pero no siempre es así, lo que se comprueba haciendo que los mismos jugadores «B» tengan que ponerse de acuerdo con un ordenador, que actúa como jugador «A». En este caso, el índice de aceptaciones de ofertas bajas es mucho más alto que si el jugador A es una persona, probablemente porque no vale la pena enfadarse con una máquina, que carece de «malas intenciones». Nadie va a «sentirse humillado» por una computadora.

Muchos de estos juegos se han desarrollado al tiempo que se practicaba una resonancia magnética funcional sobre el cerebro del jugador, lo que permite ver las áreas cerebrales implicadas y activas en estos procesos de confianza, desconfianza, disgusto, satisfacción, etcétera, lo que ha permitido localizar esas áreas. También se ha practicado a los jugadores análisis de oxitocina, una hormona hipotalámica que parece implicada en la conducta social del individuo, el proceso del parto, la lactancia, el afecto maternal, la fidelidad y el enamoramiento. Los niveles de esta hormona ascendían notablemente cuando había confianza y buena relación, lo que, además, favorecía las ganancias.

En resumen, que eso de la neuroeconomía, aunque puede sonar un poco extraño, parece un campo interesantísimo que ayudará a que podamos cumplir -científicamente- el «nosce te ipsum» de los clásicos.

Publicado en "La Nueva España" el 19 de Octubre de 2007.

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domingo 16 de septiembre de 2007

Memoria histórica


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Santiago Franco Carrillo era un joven de floja personalidad que terminó Derecho en Valladolid en la década de los setenta, sin pena ni gloria. Su padre, que se llamaba Floro, había sido -quizá por fuerza- un hombre de escaso relieve, que había llevado en la posguerra la cruz de ser hijo de militar republicano fusilado por los nacionales, a pesar de apellidarse Franco y de ser gallego. Este Floro dedicó la mayor parte de su vida a ejercer como fiel funcionario de Correos, cuerpo en el que medró bastante, no con mucha rapidez, pero sin sobresaltos. Cuando tuvo posibles se casó con Margarita Carrillo, a cuyo padre lo habían fusilado los republicanos, mayormente por no tener callos en las manos, a pesar de apellidarse Carrillo y de ser asturiano, me parece que de Mieres.

Así resultó que al joven Santiago cada bando le había apiolado un abuelo, lo que no era excepcional entre los jóvenes de su generación. Aunque alguno de sus amigos contaba a veces lo que había oído en casa referente a la guerra, a él, a Santiago, todo eso le parecía agua pasada y le traía completamente sin cuidado. Como quiera que sus padres, Floro y Margarita, eran muy educados, nunca suscitaban en familia conversaciones que pudieran molestar al otro cónyuge, y así Santiago, que era hijo único, no estaba predispuesto ni siquiera inclinado a ninguna tendencia, bando o facción, y en ese sentido, el buen hacer y la educación de los padres habían logrado que el chico saliera equilibrado.

Después de hacer algunas prácticas como pasante en Oviedo, Santiago se estableció en Ribadeo. Allí vivía solo, pues sus padres murieron prematuramente, con la única compañía habitual de un enorme mastín y la esporádica de una asistenta que hacía labores domésticas.

Un día, Santiago recibió una curiosa carta enviada desde el lejano municipio donde habían fusilado a su abuelo paterno. En ella le decían que estaban desenterrando cadáveres y que entre ellos estaba el correspondiente a su abuelo. Al ser el descendiente más directo, le rogaban recogiese los restos para darles «digna sepultura».

El abogado, que como digo era bastante equilibrado, quedó sorprendido. No creía que hubiera muchos grados de dignidad o indignidad en las sepulturas y menos aún que a su abuelo le importase. Y si no le importaba a su abuelo -ni presumiblemente a su padre- ¿por qué le iba a importar a él? Pero hubo presiones. Después de la carta le llamaron por teléfono. Estaba previsto un homenaje, con los restos delante, y después del acto se los llevarían los familiares.

Santiago tampoco quería parecer descortés ni despegado, por lo que se puso de tiros largos, se fue al pueblo en cuestión y volvió con un saquito lleno de huesos, en el que no faltaba una calavera, prácticamente monda y lironda. El saco era de una tela tricolor: roja, amarilla y morada.

Curiosamente, al cabo de poco tiempo, sucedió algo parecido en el pueblo de su madre, que no estaba lejos de Ribadeo. Puestos a desenterrar, fueron saliendo restos para todos los gustos. El lugar en el que habían liquidado a su abuelo materno, junto a tres o cuatro monjitas de la Caridad, había permanecido secreto hasta entonces, pero los indicios apuntaban a una zona sospechosa, y al exhumar unos, los otros pusieron a andar la excavadora, con lo que aparecieron los restos de cuatro mujeres y un hombre. El varón era el Sr. Carrillo, que en sus ratos libres ayudaba en la huerta de las monjas, aunque parece ser que no tanto como para tener callos en las manos, quizá porque para esas labores solía usar guantes de faena, higiénica costumbre, pero que le costó la vida.

Santiago, por idénticas razones, se acercó al pueblo con desgana y se volvió con otro saquito de huesos, con su correspondiente calavera. Esta vez el saco era de plástico, entre blanco y pardo, como un blanco sucio.

Dejó ambos paquetes en el garaje que estaba dentro de su propia casa, y se tomó un tiempo para informarse sobre las posibilidades de dar «digna sepultura» a cada saquito.

Una noche, Santiago se despertó sobresaltado. Oía claramente unos ruidos como de castañuelas mal tocadas que provenían del garaje. Entró a ver lo que era y quedó sobrecogido. El esqueleto del abuelo militar, el republicano, estaba de pie, apoyado en la pared con la mano izquierda para no caerse, pues le faltaba el fémur izquierdo, que estaba bien empuñado por su mano derecha y con él le sacudía al esqueleto del abuelo materno, el nacional, que trataba de protegerse sin mucho éxito. Santiago gritó: «¡Ya está bien! ¡Parecéis críos!», con toda la energía de que fue capaz, y al oír la brusca exclamación y encenderse la luz, los esqueletos cayeron al suelo y quedaron desparramados sin orden ni concierto. Santiago, desconsolado, se retiró a su habitación para seguir durmiendo, aunque muy entristecido por el simbolismo de lo que acababa de suceder.

A la mañana siguiente no estaba seguro si lo habría visto o soñado. Fue al garaje y, efectivamente, vio todos los huesos desparramados por el suelo, fuera de sus respectivos saquitos, pero también vio a su voluminoso perro dándose un festín, rodeado de los restos de sus abuelos. Santiago no tenía certeza de lo sucedido. Quizá había soñado, y el enorme mastín, hambriento como estaba, al oler tanto hueso había sido el causante del desaguisado. Sin embargo, él lo recordaba como muy verdadero, como absolutamente real. Estaba en un mar de dudas.

Sin tardanza, ese mismo día, preguntó en la funeraria y en el cementerio. Los nichos eran caros. Dos nichos eran una pasta. El equilibrio y la sensatez que había respirado en su casa de niño y de joven se juntaron a su sentido práctico y al espíritu ahorrativo propio de los que crecieron en esa época. Santiago, sin el menor reparo, cogió los huesos de ambos abuelos, incluida una calavera que parecía tener un golpe reciente, los echó en un solo saco y con un único paquete fue al cementerio y contrató un solo nicho. Así dio «digna sepultura» a los dos al tiempo y, además, se ahorró un buen dinero. Otro tanto como lo gastado.

«Ahora», salía diciendo Santiago Franco Carrillo para sus adentros, «que se sigan matando ahí dentro si quieren, pero a mí que me dejen en paz. Yo jamás me he peleado con nadie y espero no tener que hacerlo nunca…».

Publicado en "La Nueva España" el 16 de Septiembre de 2007.

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sábado 14 de julio de 2007

La continua alza del precio


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Leía el pasado viernes seis de Julio los titulares de portada del periódico santanderino “El Diario Montañés”, que decían en referencia al precio de las hipotecas: “El continuo alza del precio…” . Cuando lo leí, algo chirrió en el área del lenguaje de mi cerebro, donde se desencadenaron una serie de reflexiones gramaticales que, sin la menor intención crítica ni tampoco polémica, paso a exponerles brevemente.

Partamos de un hecho cierto: “alza” es un sustantivo femenino. A los sustantivos femeninos, generalmente, les precede el artículo femenino “la”, excepto cuando comienzan por “a” o “ha” acentuadas, como es el caso. Así, aunque sean palabras femeninas, decimos el águila, el alma, el arma, el agua, etc. Lo hacemos así para evitar cacofonía y dificultad en la pronunciación, además de por otras razones históricas acerca del devenir de las palabras, en las que no vamos a entrar.

Pero, porque cambien de artículo no dejan de ser femeninas, como se ve al hacer la concordancia con el adjetivo; así se dice “agua salada” o “alma santa”, y no “agua salado” o “alma santo”.

Lo que ocurre en castellano es que al interponer un adjetivo entre el artículo y el sustantivo femenino que empieza por “a” o “ha” acentuadas, ya no hay cacofonía ni dificultad de pronunciación, eliminadas por la interposición del adjetivo (u otra partícula), y por tanto el sustantivo femenino recupera su artículo natural, que es “la”. Así decimos, por ejemplo “la santísima alma de María” y no “el santísimo alma de María” o bien “la majestuosa águila real” y nunca “el majestuoso águila real” o bien “la misma agua que riega…” en vez de “el mismo agua que riega…” etc.

Consiguientemente creo que los titulares de portada de ese periódico eran incorrectos. Al interponer el adjetivo “continuo”, la palabra “alza” recupera el artículo femenino “la”, con lo que el titular correcto sería: “la continua alza de precio…”

Como decía al comienzo, no es mi deseo entrar en crítica ni polémica, sino divulgar algunas cuestiones gramaticales curiosas y poco conocidas. Tan poco, que hasta los ordenadores se equivocan con ellas.

Publicado en "El Diario Montañés" como Carta al Director el el 14 de Julio de 2007.

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miércoles 11 de julio de 2007

¿A qué llamamos Europa?


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Es claro que podría responderse de diversas formas y en varios sentidos. Si hiciéramos la pregunta a jóvenes, la respuesta probablemente definiera un concepto geográfico, y se nos respondería que es una península situada en el extremo occidental de Asia. Algunas personas más precisas y cultas añadirían que está limitada por los montes Urales al Este, el mar océano al Oeste, el Mediterráneo al Sur y los hielos polares al Norte. Y tras la geografía, la historia. No faltaría quien señalase que, como tierra poblada que es, tiene una historia, que en este pequeño continente ha sido compleja, difícil, agresiva, incluso muchas veces sangrienta. Y esto a pesar de los nobles ideales europeos -adelantados y precursores- de los dos grandes Carlos europeístas: Carlomagno y Carlos I.

Ahora está muy de moda el concepto político, tan ligado al económico. Europa, dirían algunos, es un proyecto plurinacional que busca la unión política de sus estados miembros y el bienestar económico de sus ciudadanos. Parecido a eso, añadiendo el catolicismo por medio, debió de soñarlo el nieto de los Reyes Católicos.

Europa es también una comunidad de personas. Los europeos probablemente descendemos de la mezcla y cruce genético de tribus africanas que atravesaron el Estrecho (si es que lo había entonces) hace un millón de años, con razas asiáticas que llegaron de las estepas siberianas, seguramente más tarde. Tenemos el consuelo de saber que los híbridos suelen salir más sanos, robustos e inteligentes que los «puros», aunque sólo sea por el efecto de la selección natural.

Pero Europa es, según creo, sobre todo un concepto de cultura, una entidad cultural que nace en la Antigua Grecia, que a su vez recoge saberes fundamentales del Oriente Próximo, como el alfabeto, las cifras, la geometría, etcétera.
En Grecia se desarrolla la razón. El pensamiento lógico desplaza al mágico, el «mythos» es vencido por el «logos» y la Humanidad empieza a caminar por una senda relativamente segura, que no está ya expuesta a los vaivenes de las distintas supersticiones, a las revelaciones sobrenaturales de las variadas religiones, a los caprichos de los múltiples dioses, a los augurios de los diferentes adivinos -a su vez, basados en los tipos de vuelo de las aves o en la disposición de las entrañas de los corderos-, ni siquiera a las veleidades de tiranos y monarcas, sino que se guía, o debe guiarse, por el razonamiento lógico e inteligible, o -en el peor de los casos- por el empirismo razonable y pragmático que se revela útil.
El conocimiento y la interpretación de lo conocido pasan de lo sobrenatural o mágico a lo natural o comprobable. Aparece el concepto fundamental de «physis» = «naturaleza», es decir, aquello que las cosas son en sí mismas. Consecuentemente, aparece también el concepto de «elemento natural», que se encuentra en la composición y funcionamiento de todas las cosas, incluidos los seres vivos. No importa que se pensase que sólo existían cuatro elementos. Lo importante es que se entienda que la naturaleza, toda la naturaleza, está formada por la combinación de elementos.

Esta semilla griega fue aventada y sembrada por Roma en casi todo el continente e islas próximas, y allí se desarrolló y multiplicó. La tierra fue fertilizada por el agua del cristianismo, que comunicó algunas características peculiares a Europa en los dos últimos milenios.

Esta influencia de la religión en Europa ha sido recientemente cuestionada. Si los mensajes fundamentales de Cristo han sido «amaos los unos a los otros», «ama a tu prójimo como a ti mismo» o «devuelve bien por mal», no se puede seriamente afirmar que los europeos hayan recibido -y menos aún aceptado- mucha influencia cristiana. Infinidad de guerras, cada una más cruel que la anterior, luchas intestinas, traiciones, asesinatos, genocidios, etcétera entre los países de Europa no parecen dar la razón a los que creen en una importante influencia del cristianismo en nuestro continente. Eso sin contar las propias guerras de religión, en las que los cristianos europeos se mataban y torturaban entre sí con saña inigualable, sólo por desacuerdos en fragmentos de la doctrina cristiana. Es cierto que Europa no sería la misma sin catedrales ni monasterios, pero tampoco sería la misma sin bodegas sin pubs o sin estadios de fútbol. No creo que eso sea fundamental, aunque pueda tener alguna influencia en nuestro estilo y personalidad.

Lo que sí creo ha sido y es muy importante en la actual cultura europea es la separación que hay entre al poder político y el religioso, lo que han llevado a cabo los países europeos recientemente, y -en cambio- no lo han logrado (y es dudoso que lleguen a hacerlo) otras comunidades culturales, como la árabe, por ejemplo. Aunque las religiones que mayoritariamente siguen esas respectivas culturas (cristianismo e islamismo) no son tan distintas (en definitiva adoran al mismo Dios, llámese Jehová o Alá, reconocen profetas o líderes comunes, como Abraham, Moisés o Jesús, rezan a los mismos ángeles, como Gabriel, comparten conceptos y dogmas, como el juicio final, la resurrección, el paraíso, etcétera y, sobre todo, tienen preceptos morales comunes: oración, limosna, ayuno, sacrificio, respeto a los padres, observación de las fiestas, castigo del robo, etcétera), pero la diferencia abismal es que en Europa la religión no entra o no debe entrar en política, en tanto que en los países musulmanes ambos poderes se confunden. Ignoro si en el Reino Unido sigue siendo la Reina la cabeza y máxima autoridad de la religión anglicana. Supongo que de ser aún así será sólo un título simbólico.

Entiendo que esta separación de poderes es una gran conquista de Europa, que facilitará extraordinariamente nuestra convivencia y desarrollo.

El concepto cultural, claro está, no se limita al geográfico. Europa descubrió un Nuevo Mundo, y España, Portugal, Italia, Gran Bretaña, Francia, Holanda, Alemania, etcétera, es decir, muchos de los países más «europeos», cual otra nueva Roma, llevaron la semilla griega -ahora ya europea- a América. Con razón decía R. Adrados que «muchos hombres cultos de América o de Rusia se veían a sí mismos como europeos exiliados». Europa no está sólo en Europa.

La cultura une más de lo que parece. Un programa de intercambio cultural, el «Erasmus» creo que está haciendo más por la integración de Europa en Europa que muchos políticos de los estados miembros con sus visitas y discursos. Algo parecido, mutatis mutandis, ocurre con el deporte. Si se aceptara el pragmatismo como criterio para premiar, podrían concederle el «Carlomagno» a la Liga de Campeones de fútbol.

Pero hay algo más, como es el concepto mitológico clásico, al que me atrevo a dar continuidad hasta nuestros días. Es bien sabido que Europa era la hija de Agenor y Telefasa, reyes de Fenicia (Oriente Próximo). Zeus, el padre de los dioses, cuando la vio recogiendo flores, se enamoró de ella de inmediato y decidió raptarla. Como Agenor tenía un buen rebaño de reses, Zeus se transfiguró en toro y se incorporó disimuladamente al grupo, pastando en los campos de Tiro con el resto de la manada, y mostrando tan sorprendente docilidad que llamó la atención de la familia real. Tanto que Europa se subió a sus lomos para cabalgar sobre él, momento que aprovechó el astuto toro para salir volando sobre el mar y no parar hasta Creta. Allí tuvo tres hijos con la joven Europa: Minos, Sarpedón y Radamanto. El primero fue rey de Creta; el segundo, de Licia (al suroeste de Asia Menor) y el tercero civilizó a los habitantes de las islas Cícladas.

Pero Zeus debía de tener mucho trabajo, o se cansó de la hija de Agenor, por lo que pronto dejó la compañía de Europa, no sin antes recomendársela al rey de Creta, Aterion, que se desposó con ella.

Lo que ya es menos conocido es que Europa enviudó pronto de Aterion, y que Zeus envió a su querida hija Atenea a consolarla. Palas Atenea, además de buenos consejos, le proporcionó un tercer marido, llamado Pensamiento. Europa ya no era joven, pero le dio tiempo a tener cuatro hijas: Cultura, Ciencia, Democracia y Lógica, y otros tantos hijos: Arte, Ingenio, Estudio y Deporte.
Cuando llegaron a Creta los ejércitos romanos los ocho hijos defendieron la isla con tal denuedo que causaron importantes bajas entre los invasores, por lo que, cuando al fin Roma logró conquistarla, impuso un oneroso tributo, por el que tenían que entregarle el primogénito que naciera de cualquiera de ellos cuando llegase a la edad núbil. Así se fueron extendiendo los descendientes de Europa y Pensamiento por todo el Imperio romano y zonas adyacentes.
La mayoría vivieron sanos y fuertes, y disfrutaron de largas y fructíferas vidas. Algunos, sin embargo, no tuvieron tanta suerte. Una joven, de nombre Solidaridad, salió enfermiza, y un muchacho que tiene el curioso nombre de Patriotismo Europeo no acaba de desarrollar.

Con todo, la ya amplia descendencia de Europa sigue adelante. Quizá por ello los extranjeros, cuando nos miran atentamente, dicen que todos tenemos un aire de familia.

Publicado en "La Nueva España" el 11 de Julio de 2007.

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lunes 2 de julio de 2007

El Ministro no recibe


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Parece que sólo «recepciona», según se desprende de las declaraciones del señor ministro de Defensa realizadas a raíz del desastre del Líbano. Según nos ha dicho, hay unos aparatos especiales que detectan determinadas frecuencias de ondas, de esas que pueden inducir explosiones, aparatos que -de haberlos tenido- quizás hubieran podido evitar la debacle. Pero, desgraciadamente, esos aparatos aún no habían sido «recepcionados». Algo chirrió en mi cabeza cuando oí el palabro. ¿Recepcionados? Supuse que sería un lapsus, pero en seguida lo repitió bien clarito» «No habían sido recepcionados». ¿Tendrá algo el señor ministro contra el participio simple «recibidos»? ¿Será que los ministros no pueden hablar como los demás? Cuando cualquier hablante diría que los tales aparatos no han llegado aún, o que no han sido recibidos a tiempo, el señor Alonso se inventa un participio de un verbo que no existe en castellano.

Probablemente sea sólo mera cursilería o vulgar afán de notoriedad lo que impide a algunos políticos hablar llanamente o al menos sin retorcer caprichosamente el lenguaje.

Este deseo de protagonismo y de diferenciarse de los demás mortales es el que creo que les lleva a cometer estos errores. En tiempos pasados, la política era el arte de bien dirigir a los pueblos, para lo que se empleaba frecuentemente la palabra. Ahora es el arte de alcanzar y conservar el poder, y de paso enriquecerse si se tercia. La palabra, que convence e ilustra, ha cedido terreno frente al voto, que es lo que permite alcanzar el poder. Por eso ahora los políticos no se preocupan apenas de las palabras y buscan, en cambio, los votos «como sea».

Pero, eso sí, les gusta diferenciarse del pueblo al que dicen servir. Siguen en eso a figurones y figurines. Si la gente dice recibir, ellos, todos los cursis, dirán «recepcionar». Si todo el mundo ve un paisaje o un cuadro, ellos lo «visualizan» o lo «visionan». Cuando todos abrimos una cuenta, ellos la «aperturan». Recibir, ver o abrir les parecen palabras corrientes, simples, indignas de sus importantes cargos o de su televisiva «fama», que no prestigio.

Aunque lo que verdaderamente suele ser indigno de sus cargos es su ignorancia. No lo digo por el señor Alonso, que parece un hombre serio, sensato y responsable, sino por otros muchos «famosos» y políticos, que pocas veces dan la talla. Resulta bastante penoso oír a altos cargos de la nación chapurrear el francés o el inglés. Menos mal que en eso nos redime la Corona. Es una satisfacción escuchar al Rey, al Príncipe y especialmente a la Reina, cuando hablan en otros idiomas.

Volviendo a la cursilería ésa de «recepcionar» hay que decir, en descargo del señor Ministro, que los dos países vecinos sí tienen esa palabra en su vocabulario. En portugués se usa «recepcionar», que está en los diccionarios con el significado de recibir, y en francés existe «réceptionner», con el significado de recibir algo comprobando que lo recibido está en orden, buen estado, documentado, etcétera, es decir, recibir dando la conformidad con lo recibido. A pesar de que no suena bien en castellano, quizá no sería mala adquisición para nuestra lengua, pues el vocablo francés añade un matiz interesante. Pero, de momento, es palabra sin DNI español, cuyo uso, paradójicamente, parece quedar reservado para ministros.

Publicado en "La Nueva España" el 2 de Julio de 2007.

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sábado 16 de junio de 2007

El Oeste en el Norte


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Resulta incomprensible para muchos españoles que hemos querido y admirado el País Vasco lo que está sucediendo allí en los últimos tiempos. Aparentemente, el problema parece ser que una parte de la población vasca -no sabemos exactamente si minoritaria o no- desea la independencia y la anexión de parte de Navarra, mientras que la gran mayoría de los españoles, incluidos muchos vascos, no acepta esa posibilidad, que tampoco contempla la Constitución.

Éste puede ser uno de los problemas, pero no es el más importante. El verdaderamente trascendente, el fundamental y dramático, es que los medios que los separatistas vascos utilizan para convencer a los españoles de sus ideas son, sencillamente, execrables. Podemos discutir acerca de la independencia del País Vasco, de Navarra, de la autodeterminación y de otros muchos asuntos. Pueden hacerse consultas populares o no hacerse, pero lo que jamás nadie podrá admitir es que los medios para lograr un fin sean el asesinato, el chantaje, la extorsión y el terrorismo. Eso, simplemente, no sólo es inadmisible, sino vitando, odioso, execrable. Parece increíble que parte de un pueblo haya adoptado métodos tan mafiosos y gansteriles, y que lo haga frente a gentes que a lo largo de la historia han demostrado que no toleran la imposición de ideas ni de conductas, y menos si vienen de mafiosos canallas.

De ahí la sorpresa que -para muchos- constituye la política que se viene llevando a cabo en el País Vasco. ¿Se admiten como argumentos de diálogo el matar o el no-matar? ¿Se acepta la idea de que «si me ayudas, no te mato»? ¿Se puede cambiar la «paz» (¿se llama ahora así a la disminución de asesinatos?) por la tiranía o por la imposición de ideas? ¿No estamos cediendo gran parte de la soberanía del Estado? ¿Puede realmente decirse que España es un país soberano en el País Vasco? ¿Se cumple allí la ley? ¿Protege la ley a los ciudadanos que allí viven, especialmente a los que se sienten españoles? ¿No es un fracaso de los gobernantes tener que llevar escolta?

La política que se sigue es la del que para apaciguar a la fiera se deja devorar por ella, como decía Adenauer y suele citar García de Cortázar. Con más humor expresaba Oscar Wilde algo parecido: la mejor manera de eliminar la tentación es caer en ella. Claro que en el primer caso se pierde la vida y en el segundo la soberanía. La política reciente en Vascongadas es la de dejarse devorar o caer en la tentación de lo fácil. Por eso unos pierden la vida y todos estamos perdiendo la soberanía en esa parte de España.

La situación actual en el País Vasco se parece peligrosamente a las películas del Oeste norteamericano. Ésas en las que vemos que en un idílico valle aparecen unos individuos que quieren dominarlo. Compran un rancho y en seguida quieren quedarse con los terrenos vecinos, después con los pastos, más tarde con el agua. A quienes les plantan cara los eliminan. Llegan los asesinatos, los chantajes, la extorsión. Queman la imprenta donde se hace el periódico crítico. Colocan explosivos para matar al periodista que publica sus fechorías. Exigen ventas fáciles e impuestos ilegales a los granjeros ricos.

El «sheriff», junto a muchos ciudadanos de buena voluntad, trata de contemporizar y empieza a ceder, pero pronto comprueba que ése es un camino sin retorno. Ha permitido que la banda sea más fuerte que él y se ve en situación apurada. Las amenazas y la chulería de algunos de los asesinos son difíciles de asimilar, incluso por los amigos del «sheriff». Hay ciudadanos honrados que no entienden nada: ¿ceder a la imposición de unos asesinos? ¿Le pagamos el sueldo al «sheriff» para eso?

Por lo ocurrido en otros valles, se sabe que sólo hay una solución: acabar con los forajidos. Si tuviera valor el «sheriff», tal vez podría añadir una expresión que ha empleado en otras ocasiones: «Como sea». Si no lo tiene, habrá que llamar a John Wayne para que limpie el valle de canallas y vuelva a ser lo que nunca debió dejar de ser.

Publicado en "La Nueva España" el 16 de Junio de 2007.

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sábado 26 de mayo de 2007

Primavera


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Se ha escrito tanto sobre la primavera que parece superfluo, ocioso y hasta atrevido pretender decir algo más sobre el asunto. Sin embargo, a pesar de la abundante literatura existente sobre esta esperanzadora estación del año, especialmente en su vertiente lírica, creo que no se ha escrito mucho acerca de sus efectos biológicos en el hombre, y me apresuro a añadir que también en la mujer, aunque -según entiendo la gramática- no sería necesaria esta redundancia, pero, estando lejos de mí la intención de herir a quien se pueda sentir herida, prefiero cometer un solecismo que molestar a una señora.

Por entrar en materia: ¿será verdad eso de que la sangre altera?

Yo creo que sí que es cierto, y hasta ofrezco una hipótesis, pues tengo para mí que se debe a la luz. En primavera los días son largos, crecen, y la cantidad y calidad de la luz que entra por los ojos aumenta.

-¿Y qué tiene que ver eso con la alteración de la sangre?

-Verá, le voy a decir:

Hace ya muchos años, en el siglo pasado, algunos científicos observaron que existían unas fibras nerviosas que salían de las células de la retina y terminaban en el hipotálamo, que es un lugar profundo del cerebro en el que se cocinan y se distribuyen muchas hormonas. Lógicamente, pensaron que podrían relacionar la luz con la actividad hormonal, la sexual entre ellas, así que programaron y llevaron a cabo varios experimentos en animales, unos a base de aumentar la luz y otros fundamentados en la supresión de la misma.

En seguida pudo comprobarse que el aumento de luminosidad en el ambiente anticipaba el celo en los reptiles y provocaba un aumento de tamaño de las glándulas sexuales de las aves.

Algunos otros animales, como la comadreja, también aumentan su actividad hormonal sexual con la abundancia de luz y en cambio la disminuyen si se les coloca una capucha negra o se les destruye la retina.

Seguramente ha oído usted decir que las gallinas ponen más huevos si se les aumenta artificialmente el tiempo de luz. Es de suponer que por eso algunos gallineros permanecen iluminados durante la noche.

Pudiera pensarse que todo esto es cosa de animales, pero que no afecta a los seres humanos. Yo creo que algo también nos afecta. Basta recordar que la madurez sexual de los adolescentes se produce bastante antes en los países tropicales, bañados en luz deslumbradora, que en los nórdicos, que la tienen escasa en duración e intensidad. La menarquia, es decir, la aparición de la primera regla, se produce dos o tres años antes en Cuba que en Noruega. Algo parecido, en cuanto al despertar sexual, sucede en los varones.

Por ello, la abundancia e intensidad de la luz constituyen en el hombre, según creo, un estímulo endocrino, que, a través de la hipófisis y probablemente de la epífisis, cambia -sólo ligeramente- algunos de nuestros comportamientos y sensaciones.
En resumen, que la sabiduría popular, como casi siempre, es veraz y certera: la primavera la sangre altera. Aunque sea sólo un poco.

Publicado en "La Nueva España" el 26 de Mayo de 2007.

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martes 8 de mayo de 2007

Extremos


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Yo creo que entre doña María Teresa de la Vega y doña Angela Merkel tiene que haber un término medio. Ni tanto ni tan calvo. La vicepresidenta española va siempre hecha un pincel de los que se usan para pintar cromos. No olvida detalle en su apariencia. El maquillaje de los ojos a juego con la pintura de labios y con el tono de la chaqueta. El pelo teñido en un color que combina a la perfección con el pañuelo de seda que adorna y tapa el cuello. Colores pastel, pero vivos. Nunca la he visto con el mismo modelo. Todo nuevo, brillante, reluciente. Para ella siempre es Domingo de Ramos. Siempre de estreno e impecable.

A mí me parece que en eso del vestido, como en el lenguaje, también se puede caer en el vicio de la hipercorrección. Por querer pronunciar correctísimamente las terminaciones en «ado» y evitar decir «soldao» o «acabao», podemos hipercorregir y terminar diciendo «bacalado». Hay que tener ojo y buscar el término medio. Tan malo es pasarse como quedarse corto.

Doña María Teresa tiene tendencia a la decoración tipo bombonera, lo que no parece encajar con su estilo de mujer trabajadora, socialista y muy ocupada. Sin duda, es porque le atrae el mundo de la moda y le tiran los trapitos. Les tiene afición y querencia. Ahora entiendo mejor lo de «Vogue». Premonitorio.

En realidad, es muy femenino querer destacar por la belleza o la elegancia. Hasta Palas Atenea, la diosa de la sabiduría, de las ciencias y las artes, participó en un concurso de belleza. Fue cuando se casaron Peleo y Tetis. La diosa Discordia, hija de la noche, se sintió molesta por no haber sido invitada. En sutil venganza se presentó en el banquete nupcial, arrojó una manzana y dijo simplemente: «Es para la más bella». El encargado de entregar la manzana fue Paris, quien dudaba entre las tres pretendientes: Afrodita (Venus), Hera (Juno) y Atenea (Minerva). Afrodita, que siempre fue algo tramposa, le dijo a Paris por lo bajo que si le daba a ella la manzana le facilitaría a cambio la compañía y el amor de la bella Helena. Paris tragó y Afrodita ganó el concurso, con la consiguiente frustración y enfado de Atenea y Hera. De ahí supongo que viene lo de la «manzana de la discordia» y toda la guerra de Troya, incluidas Iliada y Odisea, pues Afrodita cumplió y Paris se llevó a Helena a Troya. No está claro si Helena -que estaba casada- se fue a Troya de grado o por la fuerza. En cualquier caso, no perdió el tiempo, pues durante el asedio de la ciudad le dio a Paris cinco hijos. Al marido no le sentó bien la fuga, y fue a buscar a su chica con un ejército, lo que desencadenó la guerra y hubo miles de muertos. No creo que fuera todo por una manzana, como a veces se dice, sino por una vanidad.

En el otro extremo, completamente alejada de modas, trapos y cromos, está la presidenta de la Unión Europea, doña Angela Merkel, que parece, por su vestimenta, más seria y prudente que la propia Atenea, que, como hemos visto, llegó a participar en un mitológico concurso de belleza, terminando molesta, perdedora y enfadada. Por salirse de su sitio.

Doña Angela gasta un atuendo no sólo sencillo, sino espartano, y no parece mujer que se salga fácilmente de su sitio. No me extraña que Alemania esté resurgiendo y saliendo del bache. Si sigue el ejemplo que su presidenta da en el vestir, el país tiene la sobriedad, la seriedad y la austeridad garantizadas.

A mí doña Angela me cae muy bien y estoy encantado con que sea durante unos meses nuestra presidenta. Quizá porque me gusta la gente que no le da demasiada importancia a la moda, al vestido o al esnobismo. Puestos a elegir, prefiero el «torpe aliño indumentario» de Antonio Machado que los cromos del «Vogue», aunque ya digo que tiene que haber un término medio, donde dicen que está la virtud...

Publicado en "La Nueva España" el 8 de Mayo de 2007.

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domingo 29 de abril de 2007

Hombres con pendientes


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Hace años la verdad es que chocaba ver a un hombre con un pendiente. El rostro parecía asimétrico, como algo desfigurado, y no me hacía a ello. Creo que no éramos pocos los que nos quedábamos algo extrañados. Ahora ya se empieza a ver más normal, quiero decir más frecuentemente. En ciertos ambientes ya somos raros (otra vez en el sentido de frecuencia) los que no llevamos ningún adorno en el lóbulo de la oreja. Dos mejor que uno, parece decir la moda, persiguiendo -quizá- el objetivo de vender el doble siempre que pueda, con lo que ahora también algunos varones llevan adornadas ambas orejas.

Sin embargo, y a pesar de que parezca moda reciente, la costumbre es antigua. He leído que un cadáver que llevaba cinco mil años congelado en el interior de un glaciar de Austria tenía las orejas perforadas, aunque no se especificaba si se trataba de un hombre o de una mujer.

Los primeros tipos de pendientes de los que se tiene noticia datan de unos tres mil quinientos años antes de Cristo, y aparecieron en el Próximo Oriente. Estaban hechos para orejas perforadas, y los materiales empleados eran conchas de moluscos, marfil, vidrio y metal. Parece que los usaban preferentemente las mujeres, pero no los desdeñaban algunos hombres.

Hace más de dos mil años, en la riberas del Mediterráneo, las mujeres griegas y babilónicas ya decoraban sus rostros con pendientes. También lo hacían, aunque raramente, los varones.

Algo parecido sucedía en la China, donde, por esas épocas, ambos sexos se encontraban favorecidos colocando pequeños objetos lujosos en sus orejas, dos las mujeres y uno los hombres. Parece ser que los llevaban personas de todas las clases sociales, pues los había de oro, plata, cobre, latón, bronce y hierro. Supongo que no sería fácil ligar con un pendiente de hierro.

En el antiguo Egipto, mil quinientos años antes de Cristo, eran las mujeres quienes se perforaban los lóbulos para lucir pendientes.

En el siglo XVI, en Italia, comienzan a usarse las perlas como elemento esencial de los pendientes. Son básicamente las mujeres las que lucen ese tipo de joyas en sus orejas, pero también lo hace algún hombre. Más tarde, en los siglos XVIII y XIX, con el uso de las pelucas y la costumbre del pelo largo, el empleo de los pendientes decae, hasta el resurgir en el siglo XX, especialmente en Europa y América.

La pregunta es ¿por qué el hombre (y obviamente la mujer) siente la necesidad de perforar los lóbulos de sus orejas para colocar allí un pequeño objeto?
En el caso de la mujer, creo que un motivo importante es el estético. El pendiente es un adorno, y como ocurre con los collares, pulseras, anillos, broches, colgantes, etcétera, la mujer se ve más guapa y más distinguida con esas preseas. Los pendientes, especialmente cuando son dos simétricos, parecen enmarcar y realzar el rostro de quien los lleva y dan un contrapunto de brillo a la matidez de la piel. Además, como tantas veces ocurre, a la vanidad de la belleza se puede unir la vanidad de la presunción, de la ostentación de la riqueza, con lo que tendremos la exhibición auricular de diamantes, perlas, esmeraldas, etcétera, que pregonan sin palabras la clase social y los posibles de la afortunada portadora.
En el hombre, además de las mencionadas para la mujer, puede haber, y de hecho hubo, algunas otras razones. Parece que algunos pueblos emplearon los pendientes como estimulante, de modo similar al uso actual de la acupuntura o de la auriculoterapia. La oreja es rica en terminaciones nerviosas sensitivas, y tal vez pensasen algunos que un objeto colgando de ella podría servir de estímulo vital.

Otros pueblos, en algún momento de su historia, pensaron que malos espíritus podrían penetrar al interior de la cabeza a través del conducto auditivo, que efectivamente comunica el exterior con el interior del cráneo. El metal colocado a la entrada repelería estos malos espíritus, causantes de enfermedades u otros males.

Los marinos y marineros, especialmente en tiempos pasados, solían llevar un pendiente de oro en el lóbulo de su oreja, firmemente anclado al cartílago mediante la necesaria perforación. Lo hacían no sólo por estética o vanidad, sino por un motivo relativamente práctico: en aquellos tiempos los naufragios eran frecuentes, y es bien conocida la costumbre de la mar de devolver a la costa -a veces en playas lejanas- los cadáveres de los náufragos. Si esto ocurría, el oro del pendiente debería servir para pagar un entierro digno y cristiano al pobre náufrago, que podría así descansar -seco y tranquilo- en el cementerio de un pueblo costero, en buena compañía, con los responsos rezados y sin haber resultado gravoso para nadie. Es ésa mejor situación, incluso para un cadáver, que la de descomponerse entre la arena y las olas y ser despedazado y devorado en la orilla por los agresivos cangrejos y las voraces gaviotas. Parece que vuelven los pendientes. Incluso, con un par.

Publicado en "La Nueva España" el 29 de Abril de 2007.

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miércoles 4 de abril de 2007

Paradojas de la ¿justicia?


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Peculio propio es ya de la privanza
cuando de Astrea fue, cuanto regía
con su temida espada y su balanza,
le decían a Fabio, hace varios siglos. Ya por entonces, se conoce, a la diosa de la Justicia le habían quitado sus atributos clásicos, que también eran sus instrumentos de trabajo y le servían para regir el mundo y pesarlo y dividirlo, que para eso empleaba la espada y la balanza. .
Pero, si hemos de creer al autor de la Epístola moral a Fabio, todo se lo llevó la trampa, y ya por entonces, la privanza, es decir, el favoritismo y el interés, se apropiaron de la dicha espada y de la dicha balanza, y dejaron a la pobre Astrea sin medios ni posibles para ejercitar su noble y antiguo menester.
Digo esto porque leí ya hace unos meses en la prensa, que un empleado cabreado le dijo a su jefe, sin el menor eufemismo piadoso ni la mínima perífrasis balsámica, lo que de él pensaba, con epítetos tan fácilmente comprensibles y de semántica tan conocida, que no precisaban de diccionario alguno para su correcta intelección. Le llamó cerdo, cabrón, hijoputa, maricón y un largo etcétera de adjetivos que no puedo recordar con precisión, pero que compartían idéntico e inequívoco significado.
El jefe tuvo una reacción relativamente sencilla. Pensó que el colaborador en cuestión parecía dudar de su capacidad de mando y le despidió, sin otro requisito.
Al despedido, en cambio, parecía no importarle seguir a las órdenes de tan degenerado superior, e incluso -por extraño que pueda parecer- manifestó el deseo de continuar en su compañía, pese a haberle comparado con animales tan poco distinguidos, por lo que recurrió contra el despido. La justicia dictaminó que los adjetivos empleados por el empleado no eran injurias. Eran interjecciones. Y el insultado tuvo que readmitir al insultador, que no vio ni siquiera la tarjeta amarilla.
A las pocas semanas, a un alcalde andaluz se le ocurre decir que la justicia es un cachondeo. Es obvio que lo dijo algo más vulgarmente que el educador de Fabio, y esa fue su perdición.
Cachondo, según dice Cela en "Judíos, moros y cristianos", viene del latín "catulens" (creo recordar), que significa "estar en celo". Consiguientemente, si atendemos al significado etimológico, justicia cachonda sería justicia en celo. Tal vez no le vendría mal a Astrea un poquito de celo.
Pero en esta ocasión y para general sorpresa, Fabio amigo, la palabra no fue mera interjección ni comparación poco afortunada. Ahora el sustantivo resulta ser perfectamente punible, y al dicho alcalde le castigaron con no sé cuánto tiempo sin ejercer ciertas funciones. No recuerdo bien las multas ni las costas ni las sanciones. Pero las hubo. Y grandes.
Sin duda los entendidos argüirán sutilezas y latinajos. Invocarán el "animus ínjuriandi”, las noticias "Urbi et orbi”, el "in dubio pro reo" y otras expresiones semejantes. Pero las cosas, querido Fabio, siguen como en tu época. Si un empleado llama a su jefe hijoputa, es una interjección. Si alguien dice que la justicia está en celo, es un agravio importante, que hay que castigar y escarmentar.
Ya te lo decían hace años:

Peculio propio es ya de la privanza
cuanto de Astrea fue, cuanto regía
con su temida espada y su balanza.

O como –más resumida y simplemente- nos enseñaba el sargento chusquero de la mili: “Lo primero que tenéis, que aprender es que el que manda, manda. Lo demás ya lo iréis viendo”.

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Reflexiones sobre economía


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Debo empezar confesando mi absoluta ignorancia en asuntos de economía, ignorancia que aumenta -si cabe- en lo que se refiere a temas económicos que rozan la política. Por ello, no quisiera yo hoy -ni por cuanto hay- meterme a hablar de lo que desconozco o, cuando menos, de lo que no conozco más que superficialmente.
Pero uno, en su ignorancia, no puede por menos de hacer algunas reflexiones económicas, sin salirse, claro es, de lo más simple, obvio y elemental. Por ejemplo: si un señor se gasta en regalos a los amigos o a las amigas parte de su paga y por otra parte tiene la casa llena de goteras y la despensa vacía, uno, en su ignorancia, piensa que el tal señor es -cuando menos- un caradura, y no faltará quien lo llame sinvergüenza e irresponsable.
Digo esto porque a uno, en su ignorancia económica y en su inopia política, se le hace difícil de entender el grandonismo de los que nos administran, cuando regalan miles de millones (que no son suyos, claro está, sino del sufrido pueblo español) a una parte de la nación nicaragüense y gran parte - supongo- de la guineana, mientras los cauces de algunos de nuestros ríos son a todas luces insuficientes y nuestras carreteras constituyen la mayor causa de mortalidad en jóvenes, por encima de enfermedades como e1 cáncer, y e1 SIDA.
Bien está ayudar al que lo necesita, pero ¿es que los hortelanos de Murcia no lo necesitan, y tan perentoriamente como el que más?
Debe de ser mi profunda ignorancia económica la que me impide comprender que se destinen miles de millones a lejanos dictadores extranjeros cuestionados en sus propios países, mientras los sufridos campesinos de Levante, de quienes proviene parte de esos dineros, se ven obligados a colocar, día y noche, sacos terreros en las márgenes del río, para no perder su humilde casa, su incipiente cosecha o su propia vida.
Debe de ser mi recalcitrante egoísmo el que mi impide comprender que regalemos miles de millones a países que poco o nada nos han ayudado y que se envíen “casi 500 millones y 115 casas prefabricadas” a una de las zonas de España que más contribuye a nuestra riqueza agrícola y a nuestras exportaciones.
Ahora que tan de moda están las encuestas y los sondeos de opinión, sugeriría esta pregunta:
-¿No cree usted que los miles de millones enviados a Guinea y a una parte de Nicaragua hubieran estado mejor gastados realizando o acelerando las obras de encauzamiento de ríos en Levante? '
Resulta pintoresco el análisis de un político, que ha dicho que como tenemos tales cifras de muertos en carretera, unas inundaciones que sólo han matado a 12 personas no le parecen asunto peligroso.

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Hojas ¿universitarias?


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Probablemente estén al corriente de la polémica ocasionada por la retirada de una subvención que el Colegio de Médicos venía concediendo a un premio universitario.
El motivo, según indica una carta de la entidad patrocinadora, es la zafiedad y grosería de la publicación “Hojas Universitarias”, uno de cuyos ejemplares ofrece al lector una fea pero desagradable historieta en la que se ilustra la originalísima e ingeniosísima situación impar, jamás antes vista ni oída, del individuo con diarrea que se da cuenta un poco tarde de que carece de papel higiénico.
.
El rector de la Universidad, por su parte, hace notar que la publicación la hacen los estudiantes y que, naturalmente, carece de censura.
No quisiera entrar aquí en la polémica surgida a causa de esas hojas universitarias, que, por cierto, hubieran tenido adecuado destino aliviando la penosa situación de su protagonista, pues a pelo va 1a calidad de la hoja con tan humanitarios e higiénicos fines.
Pero sí quisiera hacer notar que lo de menos es, a mi juicio, la polémica en sí misma, sobre la que imagino habrá variadas opiniones y diversos juicios y sentencias. Lo grave, a mi entender, es que los estudiantes, supongo que de nuestra Universidad, expresen calidad tan ínfima, inventiva tan pobre, ingenio tan flaco y elegancia tan menguada como las que las cutres, vulgares y horteras hojas reflejan. ¿No hay ya chispa, gracia, originalidad, categoría, clase, en nuestra juventud universitaria?
Sería mal síntoma, pues indicaría que la Universidad no provee a los estudiantes de las
mencionadas virtudes.
Para mí tengo y desde hace tiempo lo digo, que nuestro cerebro funciona de modo parecido a como lo hacen los llamados "electrónicos", o, por mal nombre “ordenadores”, y que, por infinidad de asociaciones que pueda realizar, sólo refleja la información que se le dio en su momento, que puede devolver elaborada, clasificada y procesada, pero nunca creada de la nada. De donde no hay ideas previas, ningún cerebro saca otra nueva. Por ello entiendo que si la juventud universitaria publica hojas zafias, probablemente refleje la zafiedad de la Universidad y de la sociedad de las que es espejo.
¿Habrá que recordar que el estudiarte de Medicina canadiense W. H. Best descubrió la insulina (con lo que libró a millones de hombres de la ceguera y de la muerte y obtuvo el premio Nobel) antes de terminar la carrera? ¿O las extraordinarias hojas universitarias y similares que se publicaban (a veces manuscritas) en universidades españolas de los años veinte y treinta?
Creo que la época de estudiante es fundamentalmente formativa y receptiva, pero nada impide que sea también creativa, y tal vez sea éste uno de los aspectos educativos más descuidados por nuestra Universidad, en el que no quisiera entrar por ahora.A fin de cuentas y bien mirado, la hoja ¿universitaria? no era tan descabalada. Habla de mierda y de problemas para limpiarla.

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Homo y heterosexualidad


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La señora Ministra está en su derecho de opinar, pero me cuesta trabajo creer que pueda tener razón cuando dice que la homosexualidad es tan respetable como la heterosexualidad. Quede claro que no hablo de las personas, sino de los conceptos, que es de lo que me parece que habla también doña Cristina Alberdi.
El motivo es bien simple: la heterosexualidad tiene la capacidad de crear vida, vigor y esperanza, mientras que la homosexualidad no puede crear nada de eso.
La primera ley biológica es la de la perpetuación de la información genética. Desde las simples cadenas de DNA, hasta la mayoría de ministros y ministras, todos los seres vivos tienden a conservar y a transmitir la información genética recibida de sus progenitores, es decir, tienden a reproducirse, o -como se dice ahora con claros anglicismos- a replicarse o dividirse.
Si no hubiera sido así, la vida no existiría, y la señora Ministra tampoco. Toda especie que no se reproduce se extingue, y sólo van quedando las que son capaces de hacerlo.
El modo de llevarlo a cabo es extraordinariamente variado. Desde la simple ayuda de apenas un par de fermentos, como les ocurre a partículas víricas, hasta diván, strip-tease y afrodisíacos, como precisan algunos refinados decadentes. En algunas especies y en ciertos lugares, como le ocurría al toro “Sultán” en la vecina Cantabria, un solo macho inseminó a miles y miles de hembras. En cambio, entre los raposos, se dice que una hembra se deja preñar por varios machos. Me parece que entre las abejas y en algunas comunidades humanas se dan hábitos parecidos.
Sea cual fuere la costumbre lo que es indudable es que la heterosexualidad puede crear nuevos seres, y hace que la vida, la especie y la evolución de las especies continúe. Y lo que quizás sea más importante: los seres que crea tienen gran potencial de desarrollo, son nuevos, están sin estrenar.
No es mala pregunta, ni siquiera para una Ministra, la de cuestionarse la razón por la que al juntarse las pieles viejas y arrugadas de un hombre de setenta años y de una mujer de cincuenta son sus células capaces de crear la tersa, joven y rozagante piel que recubre el culito del bebé que ambos pueden tener. La fuente de la eterna juventud la tienen, en su amor, las parejas de heterosexuales.
Aunque no sea más que por este pequeño detalle, por la posibilidad de crear vida, y vida joven y nueva, creo que la heterosexualidad debe de ser un poquito, aunque no sea más que un poquito, más respetable que la homosexualidad.A mi me parece que -biológicamente hablando- la señora Ministra está errada.

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