Artículos de Prensa

Artículos de Prensa de José Mª Izquierdo Rojo

lunes 22 de diciembre de 2008

Del Oviedín de antaño: Ernesto y Blas


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Hace unos sesenta años Ernesto se ganaba la vida haciendo recados por Oviedo con su carrito ligero tirado por un burro. Lo mismo llevaba un par de lecheras grandes que un cajón de libros; o un sofá que iba al tapicero como un odre lleno de vino que venía de la taberna. Un día, siendo yo niño, mi madre se empeñó en llevar a arreglar un enorme reloj de pared, el doble de alto que yo, que había dejado de funcionar. Vino Ernesto y lo cargó con mi ayuda y la del portero de la finca, y cuando se disponía a marchar con el voluminoso reloj, yo, que me moría de ganas de subir al carro, le pregunté que si me dejaba ir con él. Ernesto, que era muy mirado, le preguntó antes a mi madre, que autorizó el pequeño viaje urbano, con lo que -encantado de la vida- me subí al carro, al lado de Ernesto, sin dejar de preguntar todo lo que se me ocurría, que era mucho.

Yo había leído algunas historias de carreteros que blasfemaban y pegaban mucho a las caballerías y quería saber si era cierto, pero como no me atrevía a preguntarle a Ernesto si blasfemaba y castigaba al animal, dije prudentemente:

-¿Hay que pegarle mucho a este burro para que ande?

-¿Pegarle? No, a «Blas» no hay que pegarle. Le dices lo que hay que hacer y lo hace.

-¿Se llama «Blas»?

-Sí, atiende por «Blas». Es muy inteligente.

-¿Pero no es un burro?

-Sí, pero un burro listo. O sea, un asno, un pollino, dijo todo serio Ernesto. Mira, a ver qué te parece lo que vas a ver.

Bajábamos por la calle Gil de Jaz, a punto de entrar en Uría y teníamos que ir a Doctor Casal. Ernesto soltó las riendas y un poco después dijo enérgicamente en alta voz: «¡A la derecha!», y «Blas», obediente, giró hacia ese lado. Ya enfilaba Uría adelante, cuando el transportista dijo con grito estentóreo: «¡A la izquierda!». Y el jumento tomó hacia abajo por Doctor Casal. Naturalmente yo estaba asombrado y pregunté si también me obedecería a mí. Ernesto, cauto, dijo: «No sé, este "Blas" es muy suyo, a lo mejor extraña la voz, pero prueba a ver».

Pasamos Melquíades Álvarez y en el siguiente cruce de nuestro trayecto teníamos que girar de nuevo a la izquierda, para entrar por Campoamor. Las riendas estaban sueltas, colgando dentro del carro, y yo dije con mi vocecita infantil: «¡A la izquierda!». «Blas» pareció desconcertado. Ernesto me dijo por lo bajo: «Repítelo más fuerte, grítale con ganas». Así lo hice y esta vez «Blas» hizo el giro ordenado con toda naturalidad.

Yo hubiera repetido las órdenes con gusto, y varias veces más, pero Ernesto, otra vez muy serio, dijo: «Voy a coger las riendas. No se debe abusar de la inteligencia de los demás...».

Publicado en "La Nueva España" el 22 de Diciembre de 2008.

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martes 3 de junio de 2008

La primera infusión de té


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Se dice, probablemente con razón, que el té es originario de China. Es un arbusto, casi un pequeño árbol, que llega a medir entre tres y cuatro metros, con cuyas hojas, ligeramente tostadas, se hace la infusión que todos conocemos, que se bebe en los cinco continentes desde hace años y que es muy apreciada, sobre todo en algunos países, como el Reino Unido, China, Japón, Holanda y países árabes.

Lo que no está muy claro es el porqué y el cómo del comienzo del uso de la infusión.

En un antiguo relato oriental se dice que hace más de mil años, un emperador chino había ido a comer al campo. Como es natural, le acompañaban algunos sirvientes que hicieron un fuego y prepararon el condumio. Tras la abundante pitanza, un cocinero -sin que sepamos la razón- puso a hervir agua en un recipiente.

Como la comida había sido excelente y nada escasa, y había estado acompañada de bebidas espirituosas, el emperador se quedó profundamente dormido en una plácida siesta. Probablemente los sirvientes también dormitasen, tranquilizados por el acompasado y bien audible ronquido de su amo.

La tradición dice que una hoja del árbol del té, que estaba encima del recipiente, se desprendió de la rama y fue a parar al agua hirviendo, y de ahí surgió la infusión. Al despertarse el emperador, sediento por lo copioso del almuerzo, vio el agradable color que había tomado el agua, y decidió probarla. Parece ser que le gustó, y ordenó recoger algunas hojas para repetir la operación en las cocinas del palacio.

La historia puede ser verosímil, aunque yo creo que se olvidan de un elemento que creo esencial: el viento. Estoy convencido de que tuvo que haber una ráfaga de viento que hiciera caer no una, sino varias hojas del árbol en el agua hirviendo. Esa misma ráfaga habría apagado el fuego, con lo que se producían las condiciones más favorables para que naciese una infusión de té verde (que no debe apenas hervir).

Cabe incluso pensar que alguno de los cocineros que acompañaban al emperador lo probase también, y que su intuición culinaria de profesional le hiciera decir:
-Quizá mejorase con unas gotas de miel.
-Pues añádaselas, pudo tal vez responder el emperador.

Y así nació una bebida universal, cuyo comercio llegó a provocar competiciones entre los veleros más rápidos del mundo, que deseaban ser los primeros en llegar a Europa con la reciente cosecha de té oriental, para conseguir el mejor precio de venta.

La deseada y aromática hoja desempeñó también su papel en la independencia de los Estados Unidos, cuando Inglaterra gravó el té de la colonia con impuestos y los patriotas norteamericanos se rebelaron y tiraron al mar varios cargamentos de ese producto (Boston Tea Party), lo que enfureció al rey británico. Ésta fue una de las causas de la guerra que condujo a la emancipación de los EE UU.

Quizá algunos de los aficionados al té ignorasen que su bebida predilecta tuvo origen en la afortunada conjunción de tres circunstancias: una comida campestre, una plácida siesta y -según creo- una oportuna ráfaga de viento.

Publicado en "La Nueva España" el 3 de Junio de 2008.

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lunes 4 de febrero de 2008

La estatua del racista


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Generoso Álvarez Urruti, más conocido como «General Urruti», seguramente por las apócopes, seguidas de la síntesis, de nombre y primer apellido, era un político profesional provinciano, natural y vecino de Bilbao, que lo mismo servía para un roto que para un descosido. Quiero decir que no tenía ideas, sino que simplemente seguía las directrices del nacionalismo vasco, o sea, las de Sabino Arana, ese carlista que escribió, a propósito de los vascos: «Vuestra raza, singular por sus bellas cualidades, pero más singular aún por no tener ningún punto de contacto o fraternidad ni con la raza española ni con la francesa, que son sus vecinas, ni con raza alguna del mundo, era la que constituía a vuestra patria Bizkaya; y vosotros, sin pizca de dignidad y sin respeto a vuestros padres, habéis mezclado vuestra sangre con la española o maketa, os habéis hermanado y confundido con la raza más vil y despreciable de Europa, y estáis procurando que esta raza envilecida sustituya a la vuestra en el territorio de vuestra patria».

El General Urruti, allá en el fondo, estaba bastante de acuerdo con esas palabras, y por eso había contribuido a que se le hiciera una estatua a racista tan destacado como el tal Arana en lugar preferente de Bilbao. Al igual que su mentor, que había aprendido el eusquera ya bien crecidito, Urruti decidió recibir -pasados los 30- clases de la lengua que, según Arana, venía directamente de Dios, llegando, tras mucho esfuerzo, a entenderse con ella. En resumen, Generoso se consideraba un buen vasco, a fuer de nacionalista.

Con veneración leía las agudas frases de su admirado prócer: «La fisonomía del bizkaino es inteligente y noble; la del español, inexpresiva y adusta. El bizkaino es nervudo y ágil; el español es flojo y torpe. El bizkaino es inteligente y hábil para toda clase de trabajos; el español es corto de inteligencia y carece de maña para los trabajos más sencillos».

Cuando, en algún momento de lucidez, Generoso no veía esas diferencias tan marcadas como aseguraba su líder, otros de los escritos le daban la cumplida explicación: «El roce de nuestro pueblo con el español causa inmediata y necesariamente en nuestra raza ignorancia y extravío de inteligencia, debilidad y corrupción de corazón».

En resumen, que el General vivía en una nube nacionalista cuya ideología no era ni de izquierdas ni de derechas, sino que estaba fundamentalmente basada en el racismo y en el odio a España. Ésos eran sus ideales.

El General Urruti apenas si había salido del País Vasco. Allí se encontraba bien, y no era extraño que así fuera, pues ganaba un sueldo excelente, el trabajo no le mataba y vivía con su madre en piso propio, de modo que todos los meses le sobraba algo para el gato, que ya estaba bien repleto. Asistía a comilonas con frecuencia, era socio del Athletic y tenía abono para las corridas de feria. Se sentía satisfecho, aunque lo de los toros no lo cacareaba mucho, pues -aunque le apasionaba- podía sonar demasiado «español».

Pero la vida da muchas vueltas y el pobre General vio, en el mismo año, cómo se moría su madre y cómo su partido perdía las elecciones. Los nacionalistas estaban asombrados; casi tanto como cuando ETA asesinó a uno de los suyos, asombro que no podía sino significar colaboración, amistad y simpatía mutuas. El caso es que Urruti se quedó solo y sin empleo. El gato ahora bajaba, y los amigos, proporcionalmente. Casi nadie le llamaba General. La vida empezaba a ser aburrida y el recuerdo de su madre la teñía de tristeza.

El nacionalista en paro decidió viajar. Pensaba que podría encontrar otras gentes en situación parecida. Le hubiera gustado ir a Londres, pero no sabía más lenguas que el castellano y algo de eusquera, por lo que empezó por ir a Madrid. Allí cayó con buen pie en una peña taurina, donde hizo buenos amigos. En su compañía visitaba museos, bares y restaurantes. Acudía al teatro y hasta se echó una novia de Plasencia, Chelo, que era un bombón y a la que no le importaba que Generoso fuera vasco, o sea, que no seguía las doctrinas de Arana. Al poco tiempo el General estaba encantado. Todo el mundo le recibía bien y en Madrid, a pesar de los esporádicos asesinatos de las bombas de ETA, parecía que sobraba alegría de vivir.

Un día, a causa de su conocimiento del ambiente taurino, le ofrecieron un trabajo en Las Ventas. Era un buen asunto y Generoso aceptó. Decidió entonces vender su piso de Bilbao, al que ya no iba casi nunca. En cuanto tuvo ocasión, para allá se fue a gestionar la venta, acompañado por Chelo, que se interesaba mucho por todo lo que veía en la capital vizcaína. Un día que pasaban al lado de la estatua de Sabino Arana, Chelo preguntó:

-¿Quién era ese señor?

-Era… fue… pues era un hombre que no había viajado.

-¿Y por eso le hicieron una estatua?

-Es que los que se la hicieron tampoco habían viajado.

Aunque las respuestas no le parecieron geniales, Chelo, que le tenía bastante respeto a su novio, ya no se atrevió a seguir preguntando.

Publicado en "La Nueva España" el 4 de Febrero de 2008.

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lunes 28 de enero de 2008

Cirilo


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Cirilo Quintes Arredondo estaba de camarero en una lujosa cafetería del paseo marítimo de Gijón. En el trabajo, Cirilo llevaba chaqueta de paño, camisa blanca y corbata de seda, lo que le daba cierto aire serio, burgués y elegante, como si fuera un hombre tranquilo, pacífico y hogareño; pero en realidad su vida había sido la de un aventurero anarquista y vivalavirgen, al menos hasta que había sentado la cabeza, ya cuarentón, cuando conoció primero y se enamoró después de Paquita, una pescadera muy aparente que trabajaba en el mercado central.

El padre de Cirilo, que tenía fama de haber sido uno de los mejores pescadores de marisco de la zona, transmitió a su vástago, antes de morir en accidente, casi todos sus saberes, que no eran pocos. El chico, bien enseñado, destacó pronto en el arte, y no dejaba escapar una bajamar sin sacarle algún provecho, bien cogiendo unos kilos de percebes si la mar se dejaba, bien removiendo piedras para pescar a mano la andarica, bien usando el esparavel para la esguila. Tampoco era manco con las nasas, y entre unas y otras artes se ganaba la vida muy arregladamente, y además disfrutaba de la pesca, especialmente en el verano.

Durante el invierno, cuando las olas limpiaban el muelle, su querencia marítima le llevaba a vagabundear por puerto. Un día, después de beberse unas botellas de sidra con el capitán de un mercante, se enroló en un buque que hacía portes variados bajo bandera panameña. Allí pasó más de quince años recorriendo el mundo, al menos el costero, lo que le dio experiencia, serenidad y una razonable dosis de escepticismo.

Una mañana lluviosa de febrero Cirilo se había refugiado del orbayu en un pub del puerto de Aberdeen, en Escocia. El tiempo estaba desapacible, frío y húmedo, pero el ambiente del pub era acogedor, atopadizo, amistoso. Mientras tomaba una pinta de cerveza, oyó a dos clientes hablar en bable. Nada dijo, pero toda su infancia gijonesa le llegó a las mientes. Aquel mismo día decidió regresar a la villa.

Aunque traía ahorros, en Gijón siguió pescando marisco. Tenía buenos clientes, más o menos fijos, y entre ellos una pescadería del mercado central. Así conoció a Paquita, que le cayó bien de inmediato y le fue gustando a medida que la trataba, a pesar de que siempre olía a pescado por mucho que se lavase. Pero a Cirilo el olor a pescado fresco no le molestaba, con lo que pronto se hicieron novios y después se casaron. Como puede suponerse, en la boda abundaron el marisco y el buen pescado, todo muy fresco.

Después, con los años, lo de andar siempre metido en el agua se le hizo cuesta arriba, y empezó a verles el peligro a los percebes. Cuando un amigo le propuso empezar de camarero en una cafetería de su propiedad, Cirilo aceptó complacido. Tenía buen porte, maneras finas, honradez y la necesaria seriedad, sólo la necesaria, ni más ni menos. Allí sigue, razonablemente feliz. A veces Paquita le pide algún favor especial:

-Ciri, tengo un compromiso con un buen cliente, ¿no podrías sacar un par de kilos de percebes este fin de semana? La bajamar es a las once, no hará falta que madrugues…

Publicado en "La Nueva España" el 28 de Enero de 2008.

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domingo 13 de enero de 2008

Una cena moderna


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El padre de Bonifacio Lampreave Carrasco era funcionario retirado, que vivía en la calle Ezcurdia de Gijón. Lo que más le gustaba era leer el periódico, jugar al mus y que ganara el Sporting. La madre se entretenía con las novelas y los concursos de la tele, con lo que no molestaba demasiado. El chico, quizá por la tranquilidad que reinaba en la casa, estudiaba bastante bien e iba sacando los cursos año por año.

Cuando le faltaba poco para terminar el Bachiller, sus padres tuvieron que pasar por el dentista para hacerse algunos arreglos de importancia. El presupuesto casi les hizo desistir, pero, como a ambos les gustaban los bocadillos, las chuletas y los picatostes, al final se decidieron por el apaño dental, a pesar de que la subsiguiente factura obligó al recorte de pequeños lujos durante varios meses.

Joder con los dentistas, decía el padre. Ahora entiendo eso de que vale más un diente que un diamante. Ya sabes, Boni, ahí tienes una profesión con futuro.

El chico escuchó el consejo y no lo echó en saco roto. Como entonces había que ser médico antes de poder hacerse dentista, Bonifacio se pasó seis cursos en Valladolid y luego otros dos en Madrid hasta conseguir el título.

La capital le gustó mucho. El cielo tan azul y el sol casi diario hacían que su carácter fuera más alegre y optimista. Para su propia sorpresa, se encontraba a veces hasta simpático y ocurrente, opinión bastante compartida entre sus compañeros de curso, con lo que hizo muchos amigos e incluso alguna amiga. Cuando terminó los estudios de dentista y proyectaba establecerse en Gijón, su padre se murió de repente. Eso lo entristeció mucho y le hizo reflexionar y darle vueltas a casi todo. Al final se volvió a Madrid, donde, como digo, tenía varios amigos y alguna amiga. Quizá por la sutil atracción de la gran ciudad, finalmente decidió abrir allí la consulta.

Una de sus mejores amistades era Pepito Zarzalejo, madrileño de nación, a quien Bonifacio ya conocía de los veranos gijoneses. Pepito estudiaba Económicas, pero con mucha desgana y sin ninguna vocación. Aun con todo, más por perseverancia que por conocimientos, iba sacando los cursos y terminó por ser licenciado en Económicas. Tonto no era, pero sí un poco apático. Bonifacio siempre lo tuvo por un buen amigo, aunque le daba la impresión de que tenía tendencias homosexuales, cosa que entonces no estaba muy bien vista.

El joven dentista se estableció en la calle de Orense, y su amigo economista se empleó en un Banco próximo, con lo que se veían con cierta frecuencia por las cafeterías y los restaurantes de la zona. Algún día quedaban para tomar una copa y reverdecían la antigua amistad, fundamentalmente veraniega, antigua y gijonesa.

Bonifacio se enrolló con Chelo, una enfermera que trabajaba en un hospital madrileño. Ella vivía con sus padres, pero pasaba días y noches en el apartamento del dentista. Eran jóvenes y se divertían, especialmente en la cama, aunque también les gustaba viajar juntos los fines de semana y conocer pueblos próximos. A veces consideraban la posibilidad de casarse, pero al final siempre terminaban diciendo que estaban muy bien como estaban.

Pepito se echó un amigo, un registrador de la propiedad adinerado. Hace poco, cuando la ley lo permitió, se casaron. Viven juntos, pero no han adoptado, al menos de momento.

Un viernes que Pepito y Boni se encontraron tomando el café del mediodía acordaron cenar juntos y con sus respectivas parejas. Cuando los cuatro se encontraron en el restaurante, Boni y Chelo se quedaron bastante sorprendidos, pero pronto se acostumbraron. Al final el registrador, aunque era serio y muy mirado, les cayó la mar de bien, y hasta quedaron en repetir otro día. Pepito estaba más simpático y ocurrente que de costumbre, y se le veía contento y animado. Entre los cuatro, quizá porque había tres varones, bebieron con la cena dos botellas de rioja, y aun se quedaron un poco cortos.

Publicado en "La Nueva España" el 13 de Enero de 2008.

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domingo 30 de diciembre de 2007

Los últimos bocados de rata


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Julito Cortines García era de los pocos hombres del pueblo que, de vez en vez, aún se comían alguna rata guisada cuando las había en la taberna del Croadio. Y lo hacía con mucho gusto, cierta ansiedad y no poca satisfacción. El inusitado placer se reforzaba con la obligada compañía del blanquísimo pan candeal de Castilla la Vieja y del cuartillo de clarete de la bodega del Olegario. Un día, teniendo yo 11 años, todavía le oí decir que de siempre le gustaban, que ya las tomaba de chico y que estaba hecho a ellas; y también le oí ponderar las que hacía la Felisa, la mujer del Croadio, que iban sofritas primero, guisadas después y llevadas a la mesa con abundancia de salsa picante.

El Julito debía de tener experiencia en el asunto, pues afirmaba todo serio que -para la cazuela- los machos eran mucho mejores que las hembras. Después de decir esto, esperaba unos segundos, sonreía socarronamente enseñando unos dientes negros y desiguales, y remataba: «Como para casi todo».

En la vieja taberna, para que nadie pusiera el grito en el cielo cuando hablaban entre ellos de ese peculiar plato, los parroquianos más asiduos le decían «faisán» al guiso de rata de agua, de modo que el Julito, a veces, entraba sudoroso después de la faena y preguntaba a gritos y sin el menor reparo: «Croadio ¿tienes hoy faisán?» y todos se entendían divinamente y nadie se rasgaba las vestiduras.

Lo que ya no hacía el Croadio era escribirlo en la pizarra, porque años atrás, al poco de ocurrírseles lo de «faisán», lo solía anunciar con ese nombre junto con otras ofertas culinarias de la taberna, (entre la «ensalada mixta» y el «hígado encebollado», porque el Croadio era muy respetuoso con el orden del abc), y un día llegó un forastero con su mujer, ambos con la intención de comer algo, y el hombre, con toda lógica y no menos seriedad, tras mirar la pizarra, pidió un par de raciones de faisán, pájaro que jamás había sido visto por la zona y del que el Croadio no sabía absolutamente nada.

El tabernero se vio en un aprieto. Le sabía mal decirle que en realidad se trataba de ratas del arroyo, cazadas artesanalmente, bien limpias y mejor guisadas, pero ratas al fin; aunque peor le sabía engañarle y darle gato por liebre, o -en este caso- rata por faisán.

No puede decirse que el Croadio fuera un lince, pero destellos sí que tenía; de modo que con la misma seriedad que el forastero, casi de inmediato y sin pestañear, respondió con tono lastimero:

-Lo siento mucho, señores, pero acabamos de servir la última ración. No he tenido ni tiempo de borrarlo de la pizarra. Ya disculparán ustedes...

Desde entonces, lo de «faisán» quedó sólo para hablarlo o, como decía Félix el sacristán, que era un poco redicho, «era un asunto exclusivamente verbal». Y como a todo hay quien gane, Higinio, el practicante, que además de redicho estaba influenciado por su profesión, apostillaba: «Esto del faisán es sólo para uso oral», o sea, como los comprimidos o las cápsulas.

Con el tiempo, el Sátur, el primo del Croadio por parte de madre, que era quien cazaba las ratas, enfermó de cuidado y dejó de suministrar la materia prima a la taberna, que tuvo así que reducir su oferta de carnes finas. Nadie quiso sustituir al Sátur en su antiguo pero poco lucrativo oficio, de modo que la viuda vendió las artes de caza que usaba, o sea, el pincho y la red, a un cazador de conejos con «bicho», que es como llaman en Castilla al hurón.

Julito, que para entonces ya era viejo, (aunque en el pueblo le seguían llamando Julito), pedía una ración de conejo, mientras decía por lo bajo, recordando el «faisán»:

-A falta de pan, buenas son tortas. Es lo que más se le parece. Todos los oficios se van perdiendo; no sé adónde iremos a parar.

Publicado en "La Nueva España" el 30 de Diciembre de 2007.

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domingo 23 de diciembre de 2007

Ursicinio


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A Ursicinio lo conocí siendo yo niño, de diez o doce años, más o menos. Todo empezó una mañana cuando mi madre dijo que habría que buscar un pequeño transportista para llevar una habitación, o sea cama, armario y cómoda, a casa de mis abuelos. Después añadió dirigiéndose a mí: “podrías preguntar al portero, ¿verdad?”

Eso hice. El portero miró en una libreta, pero no me dio un teléfono, como sucedería ahora, sino una dirección. Había pocos teléfonos entonces en Oviedo, que solíamos recordar con facilidad, pues ellos tenían sólo cuatro cifras y nosotros mejor memoria. Fui al sitio indicado, llamé a la puerta y me abrió una señora mayor:

- Ursicinio no está, pero viene enseguida ¿dónde tiene que ir?

Le di nuestra dirección, en Santa Susana y volví a casa. Al poco tiempo llamaron a la puerta. Abrí yo mismo, seguido de la criada que se llamaba Zulima.

- “Soy Ursicinio, el carretonero, ¿qué hay que llevar?”

Los dos miramos al hombrón que estaba en el dintel. Tendría treinta y pocos años y era alto y robusto, con un tórax como el de un gorila. Un aspecto muy apropiado para su oficio. Pero inmediatamente, tanto Zulima como yo nos fijamos en que la manga derecha de su camisa colgaba suelta, sin nada dentro. Nos quedamos sobrecogidos por la sorpresa. Creo que ninguno de los dos, yo por mi niñez y Zulima porque acababa de llegar de un pueblo de Zamora y era muy joven, habíamos visto eso jamás. El hombre, quizá por desequilibrio, adoptaba una actitud como de cierta inclinación de su tronco hacia el lado sano, que resaltaba más la ausencia del miembro. Yo me repuse enseguida y contesté: “Es una cama, un armario y otro mueble”, pero Zulima no podía apartar la vista de la manga larga y vacía que pendía inerte, vertical, ostentosa, del hombro derecho de Ursicinio.

- ¿Puedo pasar a verlo?
- Claro

Ursicinio examinó muy profesionalmente los muebles. Zulima tenía la vista tan fija en la manquedad del transportista y transparentaba tal desconcierto en su cara que el hombre le preguntó:

- ¿Qué? Te llama la atención, ¿eh? ¿Nunca viste un manco tan manco, verdad?
- Bueno…creo que no
- Pero me arreglo bien, ¿no te parece?
- Sí, sí señor, sí muy… muy bien…

Efectivamente, el fornido operario ya estaba desarmando la cama y el armario con bastante soltura, aunque dada su carencia, era muy obvio que, para trabajar cómodamente, necesitaba que le sujetasen algunas de las piezas, por lo que enseguida me ofrecí voluntario:

- ¿Puedo ayudarle?
- Claro, chico, no faltaba más. Agradecido, ¿Cómo te llamas?

Allí empezó nuestra breve amistad. Le ayudé en lo que pude y me sentí importante, pues al faltarle al hombre una mano le resultaba muy útil la que yo le echaba. No era como otras veces, que simplemente me decían “tráeme el martillo” o “alcánzame la cajetilla”. Ese día veía claramente que mi contribución era fundamental.
Zulima no se marchaba. Miraba cómo se desenvolvía el proceso con una curiosidad incontenible, rayana en el descaro, que creo me molestaba más a mí que al propio Ursicinio.

Una vez que estuvieron los muebles desarmados el carretonero empezó a bajarlos. Ahí sí que demostró toda la fortaleza que aparentaba. Con su brazo sano cargaba medio armario, ante la sorpresa y la ya impertinente mirada de Zulima, que tan pronto se fijaba en la manga colgante como en la buena planta y la gallardía del operario. Estaba tan pendiente de él y de la ausencia de su brazo, que de nuevo Ursicinio la miró de frente y le dijo:

- Creías que iba a echar la mañana para cargar, ¿eh? Pero ya ves que tengo yo más fuerza en este brazo que la mayoría de la gente en los dos. ¿No te parece?

Esta vez la chica sonrió mientras asentía. Ursicinio se sintió ufano. Zulima era monilla y no había duda de que estaba muy impresionada.

Durante el resto del tiempo, mientras duró la carga, hablaron como cotorras. La chica cambió su asombro inicial por un refrenado interés y una expresa simpatía hacia el fuerte manco, y a su modo le contó parte de su vida. El hombre, correspondiendo, dio detalles acerca de cómo había perdido el brazo, mientras bajaba los muebles y los metía en el carretón: “yo era sólo un muchacho, pero en la guerra estuve en el frente, en Teruel. Aquello sí que era frío. Una noche estuvimos a treinta grados bajo cero”.

- ¿Tú sabes qué significa eso?
- No, no lo sé
- ¿Y tú?
- Sí, creo que sí, dije yo
- Claro, ahora los chicos estudian. No es como antes, que nos metían a trabajar ya de niños…

“Bueno, pues una noche, con ese frío, después de cuatro horas de combate en la trinchera, hubo muchas congelaciones, sobre todo de manos y pies. Yo tenía en la izquierda un guante, pero en la derecha, para cargar, amartillar y apretar el gatillo no podía poner el otro. Además el brazo izquierdo lo tenía pegado al cuerpo, entre el pecho y el saco de tierra, pero el derecho estaba algo separado, para poder apuntar y disparar, ya sabes. Si no disparas, llega el enemigo y te liquida, de modo que estábamos entre la espada y la pared.”

Zulima estaba pasmada, estupefacta, escuchaba con los ojos como platos y la boca entreabierta. Ursicinio la tenía verdaderamente impresionada.

“Por la mañana casi todos teníamos algo congelado. Yo la mano derecha. Un listo me arrimó un cigarrillo para calentarme, pero como no sentía nada, me quemó por varios sitios. Por ahí me entró la gangrena, por las quemaduras. En las trincheras ya se sabe… El brazo se hinchó y se puso negro como una morcilla. Me llevaron al hospitalillo de campaña con el brazo gangrenado. Me veía morir. Hubo que cortar por lo sano, y menos mal que encontré quien lo hiciera. Un amigo, Lisardo, que estaba como yo, se murió en la cola para entrar al quirófano cuando ya sólo tenía a tres por delante. En el fondo tuve suerte, aunque me quedé sin brazo.”

Llevó Ursicinio la carga a casa de mis abuelos y después volvió para cobrar. Mi madre solía dar buenas propinas a los trabajadores manuales que respondían, y esta vez también lo hizo. Ursicinio, con cara de satisfacción, me alargó un duro:

- Esto por todo lo que me ayudaste
Yo miré para mi madre sin saber que hacer; ella hizo un leve gesto de asentimiento casi imperceptible y entonces cogí el billete de cinco pesetas.
- Muchas gracias

No volví a ver a Ursicinio hasta que se casó con Zulima. Me invitaron a la boda y para allá me fui con un buen regalo. Me sorprendió mucho ver que mi antiguo amigo tenía un brazo nuevo que le hacía mucho servicio: cuando avanzaba ligeramente el hombro se doblaba el antebrazo, lo que le permitía sostener objetos; y la mano, que también se movía algo, parecía talmente de verdad. Un invitado, amigo del novio, cuando se lo hice notar, me informó de que el brazo había llegado de Alemania un par de días antes, justo para la boda.

Publicado en "La Nueva España" el 23 de Diciembre de 2007.

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lunes 29 de octubre de 2007

Remigio


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Remigio era un tipo bajito, delgado y renegrido que había venido de un pueblo de la provincia de Valladolid a trabajar a Asturias en los años de escasez de la posguerra. Venía huyendo del hambre, y cayó en el negocio de mi abuelo, donde empezó como recadero pues no sabía hacer nada en especial. Yo era entonces un niño, y me lo encontraba a menudo por la calle, siempre sonriente, amable y conduciendo con enorme habilidad un carretillo de mano, habitualmente bien cargado de mercancía. Andaría por los sesenta, pero era cenceño, fibroso y enjuto, por lo que tenía más fuerza de la que aparentaba y era capaz de llevar enormes y pesados paquetes en su carretillo, cargándolos y descargándolos con sorprendente soltura, pues algunos eran de más peso y volumen que él mismo.

La vida de Remigio tenía algunos aspectos curiosos, extraños, enigmáticos, que nadie se explicaba fácilmente. Por ejemplo su domicilio. Ni sus compañeros de trabajo, ni siquiera mi abuelo -por el que sentía mucho respeto por haberle dado trabajo-, tenían la menor idea de dónde vivía. Nadie sabía el lugar en el que Remigio pasaba las noches. Él llegaba todas las mañanas puntual, a las ocho de la mañana. Se ponía el mono azul, que quizás en algún tiempo estuvo limpio, cogía el carretillo y empezaba la faena. Cuando alguien le preguntaba dónde pasaba las noches, respondía con sonrisa pícara:

-Unos días con una, otros con otra, ya sabes…

La curiosidad era tanta que algunos compañeros jóvenes decidieron seguirle y espiarle. Sólo supieron que al menos alguna noche paraba en una casa de la calle Salsipuedes, en un local antiguo y ruinoso que tenían alquilado varios semivagabundos. Allí disponía de un catre para dormir y de un armario para guardar su raída ropa y sus escasas pertenencias. Otras noches parecía esfumarse, pero a las ocho de la mañana no fallaba nunca a la puerta de la empresa. Era tan asiduo y tan puntual que mi abuelo le dio unas llaves para que fuera Remigio quien abriera si él se retrasaba, estaba de viaje o no podía ir a trabajar por cualquier otro motivo.

Solía comer y cenar en la Cocina Económica, que era donde se le podía encontrar, o dejar recados, si se le necesitaba fuera del horario de trabajo. Se decía que andaba enamoriscado de una de las monjas que allí atendían.

Enigma eran también sus apellidos, que decía desconocer.

-Con Remigio ya me vale. No necesito más. Si me llamara Juan, como tú, necesitaría apellidos, pero con este nombre no me hacen falta.

Lo de los apellidos debía de ser cierto, pues cuando la empresa creció y contrataron a un contable para hacer las nóminas, Remigio seguía en sus trece.

-¿Cómo se apellida Vd. Remigio?

-De eso no gasto. No lo necesito.

-Pero yo sí que necesito los apellidos y el número del carné de identidad para poder pagarle. Hay que ponerlo en nómina, hacerle la cartilla de la Seguridad Social, etcétera.

-Hasta ahora el patrón siempre me ha pagado puntualmente sin nada de eso. No tengo ni apellidos ni carné.

-Pues tiene Vd. que sacarlo. Tendrá que ir al Registro Civil de su pueblo y…

-En mi pueblo no había nada de eso que Vd. dice, eran cuatro casas, y lo poco que había en otro cercano se quemó cuando la guerra.

El asunto del pago tuvo que arreglarlo directamente mi abuelo. Remigio siguió cobrando cada semana, pero también siguió sin carné, sin apellidos y sin partida de nacimiento. Oficialmente no existía.

Con el desarrollo económico de los sesenta la empresa se trasladó a las afueras de la ciudad, creció mucho en todos los sentidos y el carretillo fue sustituido por una furgoneta y dos motocarros. Remigio era ya muy mayor para aprender a manejarlos, el tráfico le agobiaba y además no podía sacar el carné de conducir por carecer del de identidad. Pero no por eso disminuyó su responsabilidad en la empresa, pues al haber sido durante años la persona que entregaba las mercancías por el centro de Oviedo, solía ser también la que iba a cobrar las facturas y asimismo la que frecuentaba los bancos para sacar el dinero de las nóminas, que se pagaban semanalmente en efectivo. Durante muchos lustros Remigio había transportado grandes sumas de dinero en su grasiento mono, que un día fue azul, tanto provenientes del cobro de facturas, a veces millonarias, como las destinadas a las nóminas, de igual o mayor cuantía, y jamás de los jamases había faltado una sola peseta, ni por extravío, ni por error ni por ningún otro motivo. Remigio tenía pues toda la confianza de mi abuelo, por lo que, siendo el recadero ya viejo, seguía yendo -ahora sin carretillo- a hacer las gestiones en los bancos y muy especialmente a cobrar las facturas difíciles, tarea en la que había mostrado una tenacidad y una eficacia admirables.

Pero mi abuelo enfermó y después se murió, y Remigio, que tenía más de setenta años, perdió a su patrono. El contable, cumpliendo las normas vigentes, quiso jubilarle de inmediato, pero le resultó imposible. Remigio oficialmente no existía. No había nada que hacer.

Menos mal que el nuevo patrono, también de la familia, seguía pagándole el sueldo, que ya era elevado, pues mi abuelo le había ido añadiendo trienios y complementos como a los demás, o sea como si hubiera tenido apellidos y carné; lo mismo que si existiera oficialmente. Remigio correspondía acudiendo a diario a la empresa, y haciendo, a pesar del reuma, los recados de confianza.

Por entonces el importe de la nómina, que ya era mensual y de gran montante, llegaba siempre en la furgoneta, y un día unos ladrones la atracaron y se llevaron todos los cuartos. Remigio estaba apenado por el nuevo patrón y por la empresa, que habían perdido el dinero, pero en el fondo sentía un regusto de orgullo, pues muchos compañeros le dijeron: «Remigio, esto contigo no pasaba, ¿verdad?». Y ciertamente nunca había ocurrido en más de cuarenta años.

Una lluviosa y fría mañana de invierno nadie vio a Remigio a las ocho de la mañana en la puerta de la empresa. No hizo falta averiguar nada. Todos sabíamos que había muerto.

Lo que no sabíamos era dónde. Después nos llegaron noticias de que había sido en su catre de la calle Salsipuedes. En su armario, en el viejo mono azul que había usado antaño, apareció una cartilla de ahorro con varios millones de pesetas y una nota en la que decía que se lo dejaba todo a la Cocina Económica.

Publicado en "La Nueva España" el 29 de Octubre de 2007.

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domingo 21 de octubre de 2007

Don René


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Don René paseaba siempre cabizbajo por las calles de Oviedo. Caminaba despacio, mirando para el suelo, como si le costase mucho trabajo andar, como si fuera siempre subiendo una empinada cuesta.

Sin embargo, no era viejo; andaría por los 60 largos, y gastaba sombrero, bastón y un gran bigote rubio que podía hacer sospechar su origen extranjero. En efecto, don René había nacido en Francia y había sido empleado de oficina y concejal de su pueblo, allá por la Borgoña, una tierra excepcionalmente rica en viñedos, cereales y vacas. En la II Guerra Mundial, cuando la ocupación alemana, René, que no era hombre luchador, sino más bien acomodaticio, se fue plegando progresivamente, y casi sin darse cuenta, a las sutiles pero firmes exigencias nazis, con lo que al poco tiempo se encontró ocupando el lujoso sillón de alcalde del pueblo, obviamente gracias al apoyo de los invasores, que eran los que mandaban. Aunque procuró ayudar a sus vecinos y hacer más llevadera la ocupación templando gaitas, para la resistencia no era sino un colaboracionista traidor al que habría que ajustar las cuentas a su debido tiempo. Ese momento llegó poco después, con la victoria de los aliados, el derrumbe del Ejército nazi y la triunfal entrada en Francia del general De Gaulle. Entonces, René se vio perdido. En algunos pueblos y ciudades la pena que se imponía a los que habían colaborado con los invasores y con el régimen de Vichy era la capital. Los patriotas que habían sufrido atropellos durante la ocupación, que eran muchos, estaban engrasando y afilando la guillotina, y algunos parecían sentir más deseos de venganza hacia sus vecinos franceses colaboracionistas que hacia los propios ocupantes alemanes.

Por todo ello, René cruzó apresuradamente los Pirineos en compañía de su mujer, Odile, que tenía una abuela ovetense. Con ella había Odile aprendido el castellano de niña, lengua que después había enseñado a sus dos hijos. Incluso, sabía algunas frases en bable que sonaban curiosas con el ligero acento francés de la señora. Cuando llegaron de Francia, Oviedo les pareció una ciudad tranquila y muy alejada de la política internacional. Franco, que había sido gran amigo de Petain, toleraba esas esporádicas inmigraciones francesas.

Pero René no se recuperaba anímicamente. Había salvado el pellejo, pero se encontraba desterrado. Así como su mujer y sus hijos enseguida se integraron y comenzaron a dar clases de francés para ganarse la vida, René era incapaz de dar un palo al agua. No parecía tener interés en aprender la lengua de su nuevo país, quizá porque no tenía fuerzas. Estaba débil y triste. Se sabía despreciado por sus compatriotas y eso le deprimía. Se sentía incluso acomplejado ante su propia familia, que hablaba perfectamente el castellano y hacía, por tanto, amigos y ganaba el dinero que necesitaban para vivir. Para colmo, René enfermó. Se fatigaba excesivamente al subir escaleras y el médico le diagnosticó una insuficiencia cardiaca. Su corazón estaba también desanimado, flojo, débil. A René no le extrañó nada el diagnóstico. Tenía que tomar a diario unas gotas y también le aconsejaron perder peso y caminar. Por eso René salía todas las mañanas a vagabundear por Oviedo. La parte vieja, la Catedral, el Campo San Francisco, los Pilares… Le gustaban también las estaciones. Iba primero a la del Vasco y cuando se cansaba pasaba a Económicos, aunque su preferida era la del Norte. Allí escuchaba los ininteligibles avisos de los altavoces, observaba a los viajeros y se hacía la ilusión de que cogía el tren y viajaba a su amado país. Paseaba por los andenes con la secreta esperanza de encontrar a algún compatriota que llegase a Vetusta desorientado; así tendría la ocasión de charlar con él, acompañarle y servirle de guía si lo precisase. Pasado algún tiempo, quizás empujado por la nostalgia, René quiso volver a Francia, aunque fuera sólo unas semanas como turista, pero su familia no se lo permitía. Temía que le detuviesen y encarcelasen, lo que hubiera sido su muerte segura.

René, cuando llevaba ya dos años en Oviedo, empezó a notar una tristura insuperable, al tiempo que un irracional miedo al futuro. De nada servía que sus hijos estuviesen bien considerados como profesores de francés, que su esposa se sintiera a gusto en España y que la economía de la familia mejorase lenta pero progresivamente. René sólo sentía ganas de llorar, sin saber muy bien por qué.

Una mañana, paseando por las afueras de la ciudad, René vio un árbol robusto, de ramas bajas, no muy grande, al que parecía fácil subirse. Incomprensiblemente sintió deseos de trepar por él, de sentirse por encima de los demás, de ganar altura. Lo intentó y vio que sin dificultad podía acceder a una gruesa rama apta para sentarse. Eso hizo, y allí, a dos o tres metros sobre el suelo, permaneció un buen rato sentado en la rama, dudando entre tirarse de cabeza y acabar con todo o bajar con cuidado y seguir viviendo. Recordar por un instante su mocedad, verse un momento a cierta altura por encima de la gente y haber conseguido trepar hasta la rama, por inútil que pudiera parecer la minúscula hazaña, le había dado una mínima dosis de confianza en sí mismo, una pizca de alegría y hasta un escrúpulo de euforia. Poco pero suficiente.

«Mañana volveré a subir», dijo para sus adentros, mientras, ya en tierra firme, se sacudía suavemente la culera del pantalón.

Publicado en "La Nueva España" el 21 de Octubre de 2007.

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domingo 7 de octubre de 2007

Delfina, «la garduñera»


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Delfina Quidiello Piñeres era una mujer de aldea, que contaba más de setenta años pero que mantenía el ánimo vivo, la cabeza despejada y el reuma a la mayor distancia posible. El mote le venía por parte de marido. Su llorado Antón (q. e. p. d.) tenía la costumbre, la paciencia y la habilidad de hacer garduñes de gran calidad, que lo mismo apresaban un mirlo que un palomo, siempre con mucha eficacia y seguridad, por lo que eran apreciadas en toda la comarca, mayormente en la cuenca alta del río Braña, en el concejo de Aller. Delfina, algunos días, bajaba a venderlas al mercado, y de ahí salió el apodo y también algunos duros que le servían para comprar el vino y los pocos alimentos que no tenían en la aldea.
Cuando finó Antón, Delfina siguió con la casería, pero pronto vio que era mucho para ella sola. También vio que con la pensión de viuda y trabajando un poco en la huerta podía vivir sin agobios, con lo que cambió las vacas por una lucida cartilla de ahorros, que es más fácil de ordeñar, no da olor y no se queda preñada.
Delfina tenía dos pequeñas pasiones: el pote de berzas con abundante gochu y las fiestas de San Mateo con abundante sidra. La primera le había reportado un sobrepeso de más de veinte kilos, que llevaba con resignación y sorprendente agilidad, y la segunda algunas amistades en la capital, que venían ya de su época de casada. Después, cuando enviudó, mantuvo la sana costumbre de festejar a San Mateo en Oviedo al menos durante media semana. Disfrutaba paseando por la ciudad, reviviendo amistades, viendo escaparates y comiendo finezas en la sidrería en la que se alojaba todos los años, ya desde antiguo. Para que su estancia no fuera sólo lúdica, hacía una respetuosa visita a la catedral y oía misa con mantilla el día del santo. Lo tenía todo como una honrosa tradición, a la que no quería ser infiel por nada del mundo.

El año pasado, como de costumbre, Delfina, cogió su bolso de mano y un pequeño maletín, cerró su caserío y bajó andando al pueblo. Fue derecha a la sucursal de la Caja de Ahorros, le dio un buen meneo a la cartilla y, con los euros frescos, se subió al autobús. Ya en la capital, se dirigió a la sidrería de la parte antigua, donde siempre se alojaba. Allí empezó su particular fiesta, con unos culinos y una buena merluza, de las que escaseaban en la aldea.

Todo iba bien hasta que una mañana, paseando por una calle poco concurrida próxima a la Catedral, se le acercaron dos mozalbetes y le preguntaron si sabía dónde quedaba la Estación del Norte. Delfina, con algunos apuros, trató de explicárselo, y cuando estaba descuidada intentando hacerse entender, uno de ellos le sacó el bolso del antebrazo mediante un hábil y brusco tirón y salió corriendo, seguido de su compinche.

Imposible describir cómo se quedó Delfina. Primeramente asustada y desconcertada. Inmediatamente después, muy deseosa de perseguir a los ladrones, aun sabiendo que sería inútil. Más tarde, indignada y rabiosa. Finalmente, llena de angustia y temerosa de lo que se le avecinaba.

En unos segundos se había quedado sin dinero, sin documentación, sin las llaves de su casa, sin su cartilla de ahorros… No tenía ni para pagar la pensión, ni siquiera para volver a su aldea. Sintió unas irreprimibles ganas de llorar, y las lágrimas brotaron silenciosas y abundantes.

A Delfina, en un momento, se le acabó la fiesta y se le presentó un calvario. No tenía muy claro qué hacer. De momento, pediría ayuda y consejo a sus amigos de la sidrería-pensión en la que se hospedaba. Después tendría que ir rehaciendo los documentos robados, lo que implicaba viajes, esperas, trámites, peticiones, etcétera.

Estaba desolada. Llorosa, caminaba sin rumbo. Le apetecía mucho un café, pero no podía pagarlo. Llegó así a la plaza Mayor, donde había un gran gentío escuchando, en relativo silencio, a alguien que hablaba desde el balcón del Ayuntamiento. Delfina no prestaba atención y caminaba desconsolada con la mirada perdida cuando vio, a pocos metros, a los dos jóvenes que le habían robado el bolso apenas una hora antes. Escuchaban tan tranquilos al orador del balcón. Delfina se dirigió a ellos y comenzó a gritar, a exigir que le devolvieran el bolso y a llamarlos ladrones, canallas y sinvergüenzas. Pero los mozalbetes no se movieron y dijeron cínicamente:

-Señora, cállese, que no nos deja oír. Nosotros no la conocemos de nada

Delfina seguía gritando, y como la gente pedía silencio, se acercaron dos de los muchos guardias que por allí estaban, lo que aprovechó Delfina para decirles:

-Esos dos sinvergüenzas me acaban de robar mi bolso, con todo lo que tenía

-Esta señora está loca. No la hemos visto jamás -dijeron los jóvenes.

Los guardias no sabían qué hacer, pero como los muchachos estaban quietos y callados, y la que daba gritos, no dejaba oír y formaba el tumulto era Delfina, la cogieron entre dos y la apartaron de allí, llevándola a un portal próximo para que no molestase a los que escuchaban.

Delfina, que era fuerte y voluminosa, a toda costa quería ir a recuperar su bolso, y forcejeaba con los guardias, que apenas podían sujetarla. Uno de ellos dijo:

-Señora, o se está quieta o la llevamos detenida.

Pero la pobre «garduñera» veía claro que la única posibilidad de recuperar su dinero, sus documentos, las llaves de su casa, etcétera, pasaba por trincar a los ladrones, y por ello seguía gritando e intentando escapar. Los guardias, entonces, no sin dificultad, lograron esposarla. A Delfina, cuando se vio así tratada, se le cayó el mundo encima. No entendía nada. Dejó de gritar y entró en una súbita depresión. Resignada, se quedó en silencio. Un silencio desesperado.
Así la llevaron al cuartelillo. Allí uno de los jefes escuchó su relato y le pareció verosímil. Pensó que la pobre señora decía la verdad. Le retiró las esposas y le pidió que describiera a los asaltantes de la manera más exacta posible.
Delfina le miró como se mira a un tonto:

-¿Usted cree que servirá de algo que le dé ahora la descripción, cuando hace pocos minutos estos guardias los han tenido delante y no hicieron nada para detenerlos?

El comisario no supo qué contestar. Delfina, con gesto escéptico, firmó la denuncia, se dio media vuelta y, decepcionada, abandonó la ciudad con sus fiestas para no volver jamás.

Publicado en "La Nueva España" el 7 de Octubre de 2007.

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domingo 30 de septiembre de 2007

La señorita Julia


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Julia Carnicero del Toro, a pesar de sus recios apellidos, era una chica menuda, listeja, tirando a rebelde, que en su primera juventud se había largado a Londres porque decía no poder soportar el provincianismo de la ciudad que la había visto nacer. Un buen día de primavera, Julita se lió la manta a la cabeza, cogió un vuelo chárter y se fue a cuidar niños a la pérfida Albión, dejando a sus padres llenos de pena y hasta de angustia. Anduvo por allí varios años, coqueteó con ambientes variopintos y vio lo que daba de sí la progresía. Tardó bastante en darse cuenta de que nadie da los duros a cuatro pesetas, pero al fin se percató de esa verdad tan simple. Su padre, empleado de Correos, me lo decía con mucho respeto:

-¿Verdausté que a veces las verdades más sencillas son las que más tardamos en aceptar?

-Así es, señor Carnicero -asentía yo con idéntico respeto.

El caso es que la Julita, que como digo era listeja, volvió con un gran regalo para sus padres: su más que mediana decepción de los ambientes «progres» y «underground» de las grandes urbes; y otro -no menor- para ella: un buen conocimiento del inglés. Con esos mimbres, a más de su inteligencia natural, logró terminar una licenciatura en Filología y sacar después plaza de profesora de Inglés en un Instituto de una bonita villa costera.

Julita estaba encantada. Se compró un apartamento pequeño con vistas al mar y se fue integrando en la apacible vida de la villa marinera.

Pronto dos de sus vecinos, el de arriba y el de abajo, mostraron cierto interés por la chica. El del piso superior, Marcelo Casasviejas, era un tipo curioso. Algunos días estaba simpático, alegre, inquieto, juguetón, extravagante. Otros parecía más bien deprimido. Gastaba vaqueros y camisetas «in», y también tabaco y güisqui. A Julita le recordaba a algún antiguo amigo londinense de los que se chutaban. Un día la invitó a cenar a su casa y la chica se divirtió. Estuvo cordial, bromista, ingenioso, seductor. Habló por los codos, aunque Julia no llegó a saber cuál era su oficio, ni de dónde sacaba los cuartos necesarios para subsistir. No mencionó nada de su pasado ni tampoco de su familia. Indudablemente tenía cierto sentido artístico, que se reflejaba en la decoración del apartamento y también translucía en su amena conversación. A Julia no le dejó indiferente, a pesar de que le traía a la memoria tiempos pasados que no quería revivir.

El de abajo, Juan García, era aproximadamente lo contrario. Empleado de banca, serio, un punto tímido y grisáceo. Parecía tranquilo, moderado, y vivía sin estridencias. Vestía con corrección, casi siempre de chaqueta y corbata, excepto en las fiestas, que lo hacía de un sport convencional. A veces charlaban a media mañana, pues el Instituto estaba cerca del banco y había una cafetería entremedias donde coincidían tomando café. El chico hablaba con frecuencia de su pueblo, del banco, de sus jefes y de su familia. Juan, dentro de su modestia, tenía una gran virtud para Julita, y era que su compañía, sin saber muy bien por qué, llenaba de paz a la chica.

Pasado algún tiempo, ambos vecinos mostraron interés por la joven profesora, y cada uno lo manifestó a su estilo. Marcelo, en una de sus fases optimistas, le propuso vivir una temporada juntos y ver si la cosa funcionaba. Según decía, alejarían el aburrimiento para siempre, y sería muy cómodo para viajar y mucho más económico para todo. Les facilitaría ver mundo y conocer otros países.

Juan, mucho más clásico, quería «iniciar relaciones» y salir a pasear todas las tardes para conocerse más y mejor, con «fines serios».

Julita se sentía halagada, pero no sabía por dónde tirar. Cada vecino, de momento, ignoraba las pretensiones del otro, pues con Juan solía hablar sólo en la cafetería, y con Marcelo en la casa de él.

El destino, como tantas veces ocurre, le solucionó el problema. Una tarde, Julita, cuando se levantaba de una sabática siesta, vio, en la parte alta de su ventana, unos pantalones y unos zapatos que colgaban. Ambas prendas parecían rellenas. Abrió la ventana y dio un grito. A los barrotes del balcón de arriba estaba atada una maroma, y de ella pendía el cuerpo de Marcelo, sujeto sólo por el cuello.

La chica le cogió algo de manía a la casa, pero con la paz que le transmitía Juan en los paseos vespertinos fue olvidando todo el desagradable asunto, y a los pocos meses ya casi ni se acordaba.

Publicado en "La Nueva España" el 30 de Septiembre de 2007.

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domingo 16 de septiembre de 2007

Memoria histórica


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Santiago Franco Carrillo era un joven de floja personalidad que terminó Derecho en Valladolid en la década de los setenta, sin pena ni gloria. Su padre, que se llamaba Floro, había sido -quizá por fuerza- un hombre de escaso relieve, que había llevado en la posguerra la cruz de ser hijo de militar republicano fusilado por los nacionales, a pesar de apellidarse Franco y de ser gallego. Este Floro dedicó la mayor parte de su vida a ejercer como fiel funcionario de Correos, cuerpo en el que medró bastante, no con mucha rapidez, pero sin sobresaltos. Cuando tuvo posibles se casó con Margarita Carrillo, a cuyo padre lo habían fusilado los republicanos, mayormente por no tener callos en las manos, a pesar de apellidarse Carrillo y de ser asturiano, me parece que de Mieres.

Así resultó que al joven Santiago cada bando le había apiolado un abuelo, lo que no era excepcional entre los jóvenes de su generación. Aunque alguno de sus amigos contaba a veces lo que había oído en casa referente a la guerra, a él, a Santiago, todo eso le parecía agua pasada y le traía completamente sin cuidado. Como quiera que sus padres, Floro y Margarita, eran muy educados, nunca suscitaban en familia conversaciones que pudieran molestar al otro cónyuge, y así Santiago, que era hijo único, no estaba predispuesto ni siquiera inclinado a ninguna tendencia, bando o facción, y en ese sentido, el buen hacer y la educación de los padres habían logrado que el chico saliera equilibrado.

Después de hacer algunas prácticas como pasante en Oviedo, Santiago se estableció en Ribadeo. Allí vivía solo, pues sus padres murieron prematuramente, con la única compañía habitual de un enorme mastín y la esporádica de una asistenta que hacía labores domésticas.

Un día, Santiago recibió una curiosa carta enviada desde el lejano municipio donde habían fusilado a su abuelo paterno. En ella le decían que estaban desenterrando cadáveres y que entre ellos estaba el correspondiente a su abuelo. Al ser el descendiente más directo, le rogaban recogiese los restos para darles «digna sepultura».

El abogado, que como digo era bastante equilibrado, quedó sorprendido. No creía que hubiera muchos grados de dignidad o indignidad en las sepulturas y menos aún que a su abuelo le importase. Y si no le importaba a su abuelo -ni presumiblemente a su padre- ¿por qué le iba a importar a él? Pero hubo presiones. Después de la carta le llamaron por teléfono. Estaba previsto un homenaje, con los restos delante, y después del acto se los llevarían los familiares.

Santiago tampoco quería parecer descortés ni despegado, por lo que se puso de tiros largos, se fue al pueblo en cuestión y volvió con un saquito lleno de huesos, en el que no faltaba una calavera, prácticamente monda y lironda. El saco era de una tela tricolor: roja, amarilla y morada.

Curiosamente, al cabo de poco tiempo, sucedió algo parecido en el pueblo de su madre, que no estaba lejos de Ribadeo. Puestos a desenterrar, fueron saliendo restos para todos los gustos. El lugar en el que habían liquidado a su abuelo materno, junto a tres o cuatro monjitas de la Caridad, había permanecido secreto hasta entonces, pero los indicios apuntaban a una zona sospechosa, y al exhumar unos, los otros pusieron a andar la excavadora, con lo que aparecieron los restos de cuatro mujeres y un hombre. El varón era el Sr. Carrillo, que en sus ratos libres ayudaba en la huerta de las monjas, aunque parece ser que no tanto como para tener callos en las manos, quizá porque para esas labores solía usar guantes de faena, higiénica costumbre, pero que le costó la vida.

Santiago, por idénticas razones, se acercó al pueblo con desgana y se volvió con otro saquito de huesos, con su correspondiente calavera. Esta vez el saco era de plástico, entre blanco y pardo, como un blanco sucio.

Dejó ambos paquetes en el garaje que estaba dentro de su propia casa, y se tomó un tiempo para informarse sobre las posibilidades de dar «digna sepultura» a cada saquito.

Una noche, Santiago se despertó sobresaltado. Oía claramente unos ruidos como de castañuelas mal tocadas que provenían del garaje. Entró a ver lo que era y quedó sobrecogido. El esqueleto del abuelo militar, el republicano, estaba de pie, apoyado en la pared con la mano izquierda para no caerse, pues le faltaba el fémur izquierdo, que estaba bien empuñado por su mano derecha y con él le sacudía al esqueleto del abuelo materno, el nacional, que trataba de protegerse sin mucho éxito. Santiago gritó: «¡Ya está bien! ¡Parecéis críos!», con toda la energía de que fue capaz, y al oír la brusca exclamación y encenderse la luz, los esqueletos cayeron al suelo y quedaron desparramados sin orden ni concierto. Santiago, desconsolado, se retiró a su habitación para seguir durmiendo, aunque muy entristecido por el simbolismo de lo que acababa de suceder.

A la mañana siguiente no estaba seguro si lo habría visto o soñado. Fue al garaje y, efectivamente, vio todos los huesos desparramados por el suelo, fuera de sus respectivos saquitos, pero también vio a su voluminoso perro dándose un festín, rodeado de los restos de sus abuelos. Santiago no tenía certeza de lo sucedido. Quizá había soñado, y el enorme mastín, hambriento como estaba, al oler tanto hueso había sido el causante del desaguisado. Sin embargo, él lo recordaba como muy verdadero, como absolutamente real. Estaba en un mar de dudas.

Sin tardanza, ese mismo día, preguntó en la funeraria y en el cementerio. Los nichos eran caros. Dos nichos eran una pasta. El equilibrio y la sensatez que había respirado en su casa de niño y de joven se juntaron a su sentido práctico y al espíritu ahorrativo propio de los que crecieron en esa época. Santiago, sin el menor reparo, cogió los huesos de ambos abuelos, incluida una calavera que parecía tener un golpe reciente, los echó en un solo saco y con un único paquete fue al cementerio y contrató un solo nicho. Así dio «digna sepultura» a los dos al tiempo y, además, se ahorró un buen dinero. Otro tanto como lo gastado.

«Ahora», salía diciendo Santiago Franco Carrillo para sus adentros, «que se sigan matando ahí dentro si quieren, pero a mí que me dejen en paz. Yo jamás me he peleado con nadie y espero no tener que hacerlo nunca…».

Publicado en "La Nueva España" el 16 de Septiembre de 2007.

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domingo 9 de septiembre de 2007

Restituto, el precursor


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Ahora veo claramente que mi compañero de mili Restituto Panduro Paniagua, natural de Villabrágima, provincia de Valladolid, fue un precursor, un adelantado; en cierto modo, un hombre precoz para su tiempo. Como dicen ahora, un pionero. No es que fuéramos exactamente amigos, pero estuvimos durante tres meses en la misma tienda de campaña en Montelarreina, en la que convivíamos catorce o quince estudiantes, y eso -quieras o no- proporciona cierta familiaridad.

Un día, el capitán de la compañía dijo todo serio: «No vayan a creer ustedes que la vida castrense es fácil. La responsabilidad es mucha. Los militares tenemos siempre la espada de Demóstenes encima de la cabeza». Aunque la mayoría éramos de ciencias, llegábamos a distinguir, siquiera superficialmente, entre Damocles y Demóstenes, y el lapsus nos hizo mucha gracia y se difundió por el campamento. Mi compañero de tienda, Restituto, como buen militar (me parece que ya éramos sargentos), decidió imitar a sus jefes, y todas las noches, antes de acostarse, colgaba el cinturón y el tahalí de una percha, de tal manera que la bayoneta quedaba suspendida tres cuartas por encima de su almohada. Al acostarse, la puntiaguda arma quedaba a poca distancia de su cabeza, componiendo una estampa singular, surrealista, casi truculenta. Así dormía a diario Restituto, con la bayoneta colgando justo encima de su cabeza, como Damocles y, por tanto, como un militar responsable, según la opinión de su capitán.

Restituto tenía sus manías, que después, con el paso de los años, se revelaron genialidades precursoras. Por ejemplo, no dejaba fumar en su coche. Casi nadie tenía entonces coche entre los que allí estábamos, pero nuestro compañero era usufructuario de un magnífico Simca Mil, en el que nos llevaba a algunos compañeros de tienda a Valladolid los fines de semana. Antes de subir al vehículo nos advertía seriamente de que allí dentro la prohibición de fumar era absoluta. En aquellos tiempos, mediados de los sesenta, a todos nos parecía una medida incomprensible, inaudita e intolerante. Los galanes de Hollywood, los héroes de las películas del Oeste y los jefes de Estado, incluidos De Gaulle y Churchill (aunque con la excepción del austero Franco), fumaban como chimeneas. ¡Qué lejos estábamos de pensar entonces que sesudas ministras seguirían cuarenta años después los pasos de Restituto, inefable precursor y adelantado!

Pero el joven villabragimense resultó también clarividente en otro asunto más delicado. Según decía abiertamente, sin el menor recato, se sentía atraído tanto por los hombres como por las mujeres. No hacía distingos, y así era en verdad, pues, sin salir de la tienda, acosaba a un vasco buen mozo proponiéndole actividades comunes para el fin de semana, y como el vasco no aceptaba, el sábado se ligaba a alguna chica en Valladolid, como veíamos los demás con cierta envidia, pues se le daban bien las mujeres. Por otra parte, no tenía el menor reparo en proclamar sus anfibológicas inclinaciones, pues, como él mismo decía a diario haciendo gala del lenguaje cuartelero propio de la situación: «Yo soy como las locomotoras, por delante y por detrás».

En resumen, que Restituto era lo que hoy llamarían bisexual, y parece claro que con las leyes actuales podría formar matrimonio con una mujer, y si quedaba decepcionado podría probar después con un hombre. Por último, cabría la posibilidad de que matrimoniase con otro bisexual. En este caso, sin salir de casa podrían hacer combinaciones de cuatro elementos tomados dos a dos. Los hijos tendrían que saber algo de matemáticas: llamemos H al progenitor A cuando actúa como hombre y llamémosle M cuando actúa como mujer. Al progenitor B le llamaremos respectivamente H' y M' según idéntico criterio. La familia podría ser, como digo, de cuatro elementos tomados dos a dos, según aconsejasen las circunstancias, o sea: H-M'; H-H', M-H' y M-M'. Nada les impediría ir probando. Los hijos dirían: «Los Reyes Magos nos traían más cosas con el sistema H-H'», o bien: «Íbamos mejor vestidos con la combinación M-M'», y así sucesivamente.

Cuando Restituto decía, con extrema dignidad y a todo el que le quisiera oír, que él hacía a pelo y a pluma y que era como las locomotoras, la verdad es que entonces nos sonaba muy extraño, casi degradante. No nos podíamos imaginar que ese hombre, al que mirábamos con desconfianza y hasta con un punto de desprecio, era un precursor, un pionero clarividente que se adelantaba cuarenta años a su tiempo, y nosotros, pobres cavernícolas convencionales, unos retrógrados miopes que no veíamos más allá de nuestras narices. ¡Cosas veredes…!

Publicado en "La Nueva España" el 9 de Septiembre de 2007.

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lunes 13 de agosto de 2007

Doña Paula


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Doña Paula era una mujer muy piadosa. Llevaba casada unos treinta años y en todo ese tiempo nunca había faltado a la misa mañanera ni al rosario vespertino de su parroquia. Mantenía excelente relación con el clero local y hasta se apellidaba Iglesias Santos, de lo que se sentía muy orgullosa. Le parecía que eso la acercaba a la santidad.

Julián, su marido, en cambio, tenía hacia los asuntos religiosos un escepticismo socarrón que a veces sacaba de quicio a su mujer.

-Pero bueno, Paula, si Dios hizo el sol, la luna y las estrellas el cuarto día, ¿qué coño de luz hizo el primer día? ¿Las bombillas?

Doña Paula no sabía qué responder, iba a contárselo al confesor y al día siguiente le repetía a su marido las abstrusas explicaciones que había recibido.

-Pero si todo es confuso, Paula; vamos a ver: en el otro mundo ¿no te dicen ya inmediatamente después de muerto si vas a ir al cielo o al infierno?

-Si, claro

-Entonces ¿para qué está el juicio final? ¿Hay que esperar al fin del mundo para ir al cielo o te vas ya recién muerto? ¿Llevan algunos muertos esperando mil años sin saber a dónde ir? Eso sería peor que los juzgados o las listas del seguro. A ver si nos aclaramos.

Cuando doña Paula, tras la visita a la parroquia, había logrado una respuesta más o menos coherente, Julián ya tenía preparada la siguiente:

-Si no hay que preocuparse por las cosas de este mundo, como dice el evangelio, ¿por qué los obispos se meten en política? A ver, ¿por qué? ¿No tienen que dar ejemplo? ¿No es la política asunto mundano? ¿Qué me dices de Setién?

Doña Paula, quizá para compensar lo que sufría con las preguntas de su marido, mantenía y alentaba -casi en secreto- dos pequeñas pasiones, el orgullo de sus apellidos y el de un incipiente feminismo. Contra las dos combatía Julián con sus armas predilectas: la ironía y la reducción al absurdo.

-La religión siempre ha discriminado a la mujer, Paula. ¿Quieres que te lea algún párrafo de la Biblia en el que se cuenta cómo hombres religiosos repudian mujeres como si tal cosa? A ver, ¿por qué no hay mujeres curas u obispos?, o un Papa mujer, a ver ¿por qué?

Doña Paula no supo qué contestar.

Pero la cosa pasó a mayores cuando, casi sin querer, Julián criticó los sagrados apellidos de su esposa:

-Tus apellidos son como los demás, Paulita. En realidad son los que ponían en los hospicios a los niños abandonados. Son apellidos incluseros. Eso no es nada malo, pero tampoco es para estar tan orgullosa.

Doña Paula se quedó pensativa. Nunca lo hubiera supuesto, y sin embargo, no carecía de lógica. Trató de enterarse. Efectivamente, en hospicios de Galicia y de Asturias habían dado el apellido Iglesias a muchos niños expósitos, y en Badajoz, Cádiz, Vizcaya, Madrid, Sevilla, etc., el de Santos. En otras ciudades ocurría algo parecido con apellidos del estilo: San José en Valladolid, San Emeterio en Santander, etc.
Doña Paula estuvo unos días triste y apagada. Había perdido, casi de repente, uno de sus grandes orgullos, pero afortunadamente reaccionó bien. Ahora iba muchos días al hospicio y llevaba regalos para los niños, mayormente cosas de comer. Julián lo aprobaba sin reservas.

-Mejor esto que tantas misas y rosarios, decía con satisfacción.

Publicado en "La Nueva España" el 13 de Agosto de 2007.

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domingo 29 de julio de 2007

Don Otto


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La primera parte de la historia me la contó la portera de la finca. De la segunda me enteré por mis propios medios, como ahora diré.

Yo era entonces un joven animoso con ganas de aprender. Había visto en el periódico un anuncio en el que ofrecían clases particulares de alemán y para allá me fui. En su casa, un buen piso del Madrid de entreguerras, conocí a don Otto. Era un hombre de unos sesenta y pico años, más bien alto, de ojos azules y bigote canoso. Tenía pinta de alemán con cierto estilo. A mí, claro, me pareció un hombre ya mayor, porque yo andaría por los veinte, pero ahora veo que el profesor estaba aún muy lejos de ser un anciano. Tenía buena planta, un porte digno y parecía acostumbrado a mandar.
Nos caímos bien, según creo. Ajustamos el precio de las lecciones y empecé a frecuentar su casa. Era un profesor mediocre. Se veía que aquello no era su oficio, pero ponía cierto interés en las clases, tampoco mucho. Una tarde, apenas transcurridos quince días del primer mes, me preguntó suavemente:

-¿Ha traído mi dinero?

Me quedé un poco sorprendido; incluso durante un instante no supe a qué dinero se refería. Estaba tan acostumbrado a pagar las clases a final de mes que tardé un segundo en darme cuenta que tendría que referirse al de las clases. Quizás en Alemania se pague por adelantado, pensé.

-No, pero se lo traigo el próximo día.

-Bien, bien.

Efectivamente se lo llevé en un sobre. Lo abrió para contarlo, sonrió satisfecho y lo guardó cuidadosamente. Creo que aquella clase la dio con algo más de interés. Cuando salía del edificio me paré un momento en el portal porque empezaba a llover. El cielo se había puesto negro casi de repente y caían ya gotas como avellanas. Mientras me ponía la gabardina oigo a la portera decir por lo bajo:

-Va a llover más que cuando enterraron a «la Pelitos».
Miré hacia ella y le dije directamente:

-¿Y quién fue «la Pelitos»?

La portera no sabía mucho de la chica. Creía recordar que había sido una pelandusca famosa, que frecuentaba la zona de Embajadores, y poco más. La inmortalidad se la dio el aguacero que deshizo su entierro, que llegó a causar inundaciones. Parece que en el Madrid castizo era una frase hecha. Ese tema, y los chuzos que caían, nos dieron pie para empezar a largar. Siempre he pensado que eso de ver y oír llover a cántaros proporciona cierta intimidad al ambiente. La portera se explayó. Sabía bastante más de don Otto que de «la Pelitos». El alemán había llegado al piso que habitaba cuando aún vivía la anterior dueña, doña Rosario. Era ésta una señora viuda, piadosa y con un buen pasar. No tenía familia y vivía sola en el piso que había comprado el matrimonio cuando se hizo el edificio, allá por los años veinte. En la guerra, un bombardeo la había dejado viuda. Con piso en propiedad, pensión algo más que mediana y sin ningún vicio dispendioso, doña Rosario vivía estupendamente, aunque muy sola. Frecuentaba la parroquia, por hacer beneficencia, y allí conoció «al alemán», como con un retintín de menosprecio decía la portera. Parece que él iba por allí para recibir caridad, pues no tenía oficio ni beneficio. El párroco solía darle de comer caliente y hasta alguna chaqueta o traje en buen uso. Don Otto y doña Rosario intimaron y, a pesar de que ella era varios años mayor que él, pronto se casaron, pues la viuda lo quería todo por lo legal y por la iglesia.

Como no paraba de llover, la portera siguió pegando la hebra, y yo escuchando embelesado. La mujer tenía innegables dotes de narradora.

«Yo creo que al principio él estaba feliz y no me extraña. En unos días pasó de ser casi un vagabundo a vivir como un señor: piso bueno, comida excelente, ropa limpia, ¿qué más se puede pedir? Ella también estaba contenta, pero ya sabe Vd. lo que pasa, que al mejor vivir, morir. Quiero decir que algunas veces cuando uno está mejor y empieza a disfrutar de la vida, llega -inesperada- la muerte. Y eso le ocurrió a doña Rosario, que estaba encantada con la compañía de su nuevo marido, y la pobre se murió en tres meses. Y aquí le tienes al alemán, dueño ahora de un magnífico piso, pequeño, pero caliente, céntrico y bien construido, ¿qué le parece? La de vueltas que da la vida, ¿verdausté?».

-Y de dónde salió este señor, pregunté.

-Eso no lo sé. Yo lo conocí cuando empezó a salir con doña Rosario, y por entonces no tenía ni dónde caerse muerto. Ya digo que iba por la parroquia a recibir caridad. Debió de venir de Alemania, claro.

La conversación se iba agotando al tiempo que escampaba, lo que aproveché para marcharme.

Indagaciones

No volví a pensar en el asunto hasta casi un mes más tarde. Don Otto tenía la costumbre de levantarse en algún momento de la clase. Un día dijo a modo de explicación:

-Perdona, tengo que ir al baño; es la próstata.

Siempre tardaba cinco minutos por lo menos, tiempo que yo aprovechaba para fisgar en sus libros, diarios y álbumes de fotos que andaban por allí cerca. Así me enteré de que don Otto había sido un destacado piloto de la Legión Cóndor; había participado en los bombardeos de pueblos y ciudades de la España republicana en la guerra civil y después en los de la Gran Bretaña, durante la segunda mundial. Al desplomarse el III Reich no tenía donde ir, sus ahorros en marcos no valían nada y su vida corría serio peligro. Recordó que en España le habían tratado bien, el Gobierno no era hostil y hasta había hecho algún amigo, con lo que se vino para aquí.

Día a día -clase a clase- iba enterándome de su vida en los cinco minutos de la pausa. Cuando oía que sus lentos pasos se acercaban, volvía a colocar el libro donde estaba; don Otto entraba y reanudábamos la lección. Me faltó averiguar las peripecias de sus primeros años en España, pero como ya digo que no era buen profesor, dejé las clases en seguida. Entre mis averiguaciones y el completo informe de la portera, ya me había hecho una idea de su curiosa vida.

Publicado en "La Nueva España" el 29 de Julio de 2007.

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domingo 22 de julio de 2007

Otra pequeña historia: don Procopio


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Don Procopio Villoslada Casado era natural de Portillo, en la provincia de Valladolid, que en la división por regiones de la época no estaba claro si correspondía a León o a Castilla la Vieja, en lo que hacía pareja con Palencia, aunque a mí me parece que los de Portillo, quizá por tener castillo propio, se sentían casi exclusivamente castellanos.

Los chavales de Portillo se llevaban mal con los de Arrabal de Portillo -que está a media legua escasa-, y viceversa. Cuando se encontraban en cualquier sitio, a distancia de oírse, empezaban con insultos y seguían con cantazos. En eso de cantear, fuese lanzando a sobaquillo o con la ayuda de la honda, el Procopito, como le llamaba su abuela, no lo hacía nada mal y llegó a descalabrar a alguno de Arrabal, lo que le dio cierto prestigio entre los chicos de Portillo.

Quizás esa fue la causa de que el Procopito se aficionase al tirachinas y a la honda, y le fuera cogiendo gusto a eso de lanzar proyectiles, al tiempo que se le iba haciendo el carácter más bien guerrero y hasta un poco ardoroso. Seguramente por eso, al poco de cumplir los diecisiete, le llevaron al frente del Guadarrama, donde podía disparar todo lo que quisiera y con balas de verdad, aunque no supiera muy bien ni por qué ni para qué combatía.

Allí se le quitaron casi de repente todas las ganas de tirar proyectiles. Allí lo que había era un frío que dejaba tiesas e inmóviles todas las extremidades, las superiores, las inferiores y la impar y media. Allí vio morir, a su misma vera, a varios amigos, a los que les brotaba la sangre por la herida igual que salía el mosto rojo del arcaduz de la bodega del tío Liborio, adonde, por echar una mano -o un pie, según se mire- iba a pisar la uva por San Cipriano, a finales de septiembre.

Así que, en cuanto pudo, se retiró del frente, y quizá por la vieja querencia al tirachinas y a la honda, se empezó a interesar por las piezas, mecanismos y funcionamiento de pistolas, fusiles y cañones, con lo que, a la primera oportunidad que tuvo, se metió de ayudante del maestro armero.

Terminó la guerra; Procopio estaba con los vencedores, así que fue ascendido y hasta le cayó alguna medalla por lo del Guadarrama. Como no sabía hacer otra cosa, se quedó en el Ejército hasta más ver. Allí se comía caliente, se dormía con manta y se cobraba puntual, y no estaba el país para muchas aventuras. Se llevaba bien con el maestro armero, un sabio que entendía incluso de automáticas alemanas, y así fue aprendiendo y ascendiendo en el escalafón hasta llegar a brigada, lo que le permitía vivir con desahogo, porque Procopio nunca había pensado en casarse, y vivió siempre solo. Muy hecho al lenguaje de las ordenanzas, a veces decía -sólo a los íntimos y con sigilo- que una visita esporádica al lupanar puede sustituir con ventaja al matrimonio.

Con los años, y quizá con la soledad, se fue haciendo reservado. Tenía varios amigos, unos entre la banda de música del cuartel, otros en la cocina y el taller mecánico, y no pocos entre los militares de carrera, pero casi todos se fueron casando y eso limitaba la amistad.

Procopio vivía en una pensión próxima a su cuartel desde el fin de la guerra, o sea, que estuvo allí cerca de cuarenta años. Cuando se murió la patrona, los hijos decidieron cerrar la pensión y vender la casa. El ahora ya maestro armero tenía más disgusto que los propios hijos. Y adónde voy yo ahora, se decía. Me jubilo el mes que viene, tengo ya todas las cuentas echadas y esto descabala mis planes...


Las vueltas que da la vida


Pero la vida da muchas vueltas, y salió, como tantas veces, por donde menos se piensa. Don Procopio, que era de natural tranquilo y servicial, solía ayudar a todo el que se lo pedía. No sólo en asuntos de armas, sino también en cuestiones prácticas militares, de las que sabía infinito, por llevar toda la vida en ese ambiente.

Unos años atrás había llegado al cuartel un joven abogado que había sacado las oposiciones al cuerpo jurídico militar, con lo que, tras unos cursos de formación castrense, había recibido las dos estrellas de teniente, aunque en lo referente al funcionamiento práctico de los organismos militares no estaba muy ducho.

Al poco de llegar, el abogado tuvo que presentarse al capitán general, como es preceptivo. Salía una mañana de la biblioteca del cuartel, muy elegante, con traje oscuro, camisa y corbata, cuando Procopio le vio y le dijo:

-Perdone, mi teniente, pero he leído en la orden del día que se presenta usted esta mañana al capitán general

-Así es. Hacia allí voy ahora mismo

-Disculpe de nuevo, mi teniente, pero es que a la presentación hay que ir con uniforme de gala y las armas correspondientes. Debería cambiarse. ¿Tiene usted pistola, sable y demás?

Al joven letrado, de nombre Bonifacio, casi le da un síncope. Quedó desconcertado. Cuando se repuso, preguntó:

-¿Podría usted prestarme algo de eso?

-Claro, no faltaría más. Venga conmigo a la armería

-¿Es necesario llevar esta espada tan larga?

-Es un sable, mi teniente, y tiene que cambiarlo de lado. Va a la izquierda, por si hubiera que sacarlo...

A Bonifacio se le ponían los pelos de punta sólo de pensar en sacar de su vaina un cuchillo tan largo y afilado

Después de ese episodio, cada vez que Bonifacio necesitaba saber algo del protocolo militar, de las frases y expresiones de uso en el cuartel, de armas blancas o de fuego, y en general de cualquier cuestión castrense, recurría a Procopio. Así se hicieron buenos amigos, a pesar de la diferencia de edad.

Tres días después de la fatídica muerte de su patrona, Procopio le contó su terrible problema a Bonifacio, que para entonces ya era comandante.

-No te preocupes. Yo soy el director de un colegio mayor de unos cien estudiantes. Tenemos algunas habitaciones individuales. Te daremos una. Tienes garantizadas las tres comidas, lavado de ropa, calefacción, agua caliente y misa los domingos. Todo por dos mil pesetas al mes. Seguramente menos que la pensión. Está muy bien. Yo vivo allí muy a gusto.

Y para allá que se fue don Procopio. Al principio le molestaba algo el bullicio juvenil, pero pronto se acostumbró. Los estudiantes eran buena gente y en seguida se hizo amigo del cura, del subdirector, del administrador y del cocinero del colegio. Incluso charlaba con algunos colegiales. La jubilación le permitía una vida plácida en la que las mayores emociones eran las partidas de mus y los encuentros de Copa de Europa. Así estuvo largos años, más de veinte, mientras Bonifacio fue director. Después, la verdad, no sé qué fue de él. Lo más probable es que una mañana cualquiera las señoras de la limpieza se lo encontraran como un pajarito.
Al entierro no debió de ir casi nadie.

Publicado en "La Nueva España" el 22 de Julio de 2007.

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domingo 24 de junio de 2007

Vacaciones


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Se acerca julio y la perspectiva de las vacaciones ya planea sobre nuestra casa. Adela me dijo ayer que tenía que comprarme unos pantalones de verano y otro traje de baño. Insinuó que estaba algo más gordo. Eso significa ir de compras, probarse una prenda y después otra y otra. Mi mujer es, además, meticulosa para esto de los trapos, y mira y remira, vuelve y revuelve, y no se cansa jamás. Cuando me pruebo algo, me inspecciona con ojo crítico de cerca y de lejos, a babor y a estribor, a proa y a popa. Parece que está hecha para eso.

-Ése te queda bien, pero el color no le va a la camisa ni a las playeras nuevas.

Qué me importará a mí si le va o no le va, me pregunto en silencio. Después llegará un dependiente, con el que no he cruzado una palabra en mi vida, y con la mayor confianza y la máxima soltura -sin ni siquiera mirarme- meterá sus dedos en el espacio virtual que hay entre el pantalón que me estoy probando y la camisa que cubre mi cintura y dirá con aire profesoral:

-Un poco grande. Quizá una talla menos.

Mi mujer contestará que no, que los prefiero grandes, aunque yo no haya abierto la boca. El dependiente volverá a considerarme un ser inanimado cuando, con una ligera presión de sus dedos, convierte el espacio virtual en real y hace ver de nuevo la holgura entre la cintura del pantalón y la mía propia, mientras menea la cabeza y arquea las cejas. Naturalmente, yo sigo sin existir. Soy, a lo más, un maniquí, un sujeto pasivo, como dicen en Hacienda, lo que me despierta una vaga sensación de que estoy sólo para pagar.

Regresamos a casa. Yo, agotado, me dejo caer en el sofá, casi jadeando. Por extraño que pueda parecer, a algunas mujeres, como Adela, salir de compras les da fuerza. Llegan con más energía de la que tenían al salir. Esta vez, sin embargo, hubiera sido mejor no haberla tenido. Adelita, nuestra hija mayor, 17 años, a punto de terminar en el Instituto el curso y el Bachillerato, ha dicho taxativamente que ella no viene de vacaciones. Que no se mueve de la ciudad. Su madre se ha puesto a mayores, y el poco oxígeno que quedaba en el enrarecido ambiente se gastó en discutir con vehemencia. Mientras madre e hija se acaloraban, yo me quedé pensativo. Nunca hasta ese momento había considerado esa posibilidad, quizá porque Adela y los dos pequeños adoran las vacaciones, la playa, el mar, las excursiones, el «dolce far niente»,... Se pasan el año esperando esos días y parece que lo disfrutan mucho.

Aunque sé que no lo haré, sigo pensando en ello: «Quedarse en la ciudad. Sería maravilloso. Podría seguir viéndote casi a diario, en la oficina, a ratos perdidos. Perdidos pero muy buscados y rara vez encontrados. Sentirte cerca, rozar levemente tus manos cuando me das un documento y me miras a los ojos. Recibir esas miradas que me dan la vida y me hacen enloquecer, pero que nunca me dejan tranquilo, ni siquiera cuando después nos sonreímos. Porque siempre querría más. Como cuando el azar hizo que -al fin de la pequeña fiesta de la oficina- quedáramos los últimos y bajásemos solos en el ascensor, y yo lo paré en medio del trayecto y sin decir palabra nos besamos suave pero apasionadamente, en un minuto eterno, pero con principio y con fin.

Esa esperanza de verte a diario, de oír tu voz, de que tú me veas y me escuches, es lo que me hace vivir y trabajar y seguir adelante. Pero ahora, al menos durante un mes, perderé esa dulce esperanza y también la más vehemente de encontrarte a solas un minuto, como en el ascensor. Así que estaré todo este tiempo desesperado.

Pasaré unas semanas en la playa, con mis hijos, a los que también adoro. Jugaré con la arena, con las olas y con lo que ellos quieran. Haré lo imposible para que se diviertan. Fingiré una razonable felicidad. Para ser un poco más auténtico, me acordaré de tus miradas, de tus manos, de tu sonrisa, del ascensor.

Trataré de llamarte en algún momento de soledad, forzosamente breve. Oír tu voz, aunque sea unos instantes, será tan bello como recuperar la salud perdida. Quizá me consuele pensar lo que decía algún poeta romántico, que el amor más acendrado y verdadero es el imposible.».

Unos gritos femeninos me sacaron de mi meditación. Adela discute ya abiertamente y a voces con nuestra hija:

-Tú no puedes quedarte aquí sola. No sabes cocinar, ni limpiar, ni siquiera poner la lavadora, y, además, una chica a tu edad no debe estar sola. Así que te vienes con nosotros, te guste o no. ¿Se puede saber por qué no quieres venir? Siempre te había gustado salir de vacaciones. ¿Es algún chico?

-Sí, es un chico, ¿qué pasa?, contestó, agresiva, Adelita.

-Pues pasa que vienes con todos nosotros, como siempre, y no se hable más del asunto. ¡Habrase visto, esta mocosa!

-Pues no voy, te guste o no. Antes me mato. Me tiro por la ventana o me ahorco. No sería la primera.

Pensé que entonces Adela recurriría a mi supuesta autoridad paterna para reforzar la suya, pero providencialmente sonó el teléfono y era para ella. Aproveché la ocasión para escabullirme. Le dije al pequeño, de 11 años:

-Gelín, ¿me acompañas a sacar al perro?

-Sí, papá.

Me llevo bien con Gelín, que también tiene toda la confianza de su hermana mayor. Cuando el perro se hubo aliviado, invité al chico a una Coca Cola.

-¿Qué diablos le pasa a tu hermana, Gelín? ¿De verdad anda con un chico?

-Están casi todo el día juntos, y cuando no pueden salir hablan por teléfono durante horas.

Yo palidecí de envidia, pero Gelín siguió muy serio:

-Dice que está muy enamorada.

De repente, sin saber por qué, empecé a preocuparme seriamente por la amenaza que acababa de lanzarle a su madre, pero que iba para todos. La imagen de Adelita estrellada en el suelo, cual otra Melibea, o colgando de la lámpara con un cinturón al cuello y la lengua fuera eran imágenes que no podía resistir. Las rechazaba de plano, pero volvían, recalcitrantes. «Los adolescentes son imprevisibles. Cualquiera sabe.». Me entró un pánico irracional e irreprimible.

-Termina la Coca Cola, Gelín, que volvemos.

Entré en casa sobrecogido, agarrotado, temeroso. Adela refunfuñaba. Yo estaba en ascuas.

-¿Dónde está Adelita?

-Se ha encerrado en su cuarto. Tienes que hablar con ella seriamente. Tienes que hacerla entrar en razón. Ya has oído lo que pretende.

Yo, la verdad, casi no escuchaba, aterrado como estaba por lo que pudiera estar sucediendo en el cuarto de mi hija. Quería llamar a la puerta, pero no me atrevía. Tenía un miedo atroz a que no hubiera respuesta. El temor me atenazaba.

-Gelín, llama a la puerta de tu hermana, haz el favor.
-¿Quién coño es?

Por una vez, el taco en boca de una jovencita no me molestó demasiado. Respiré tranquilo. La paz de saberla viva me hizo regresar a mis pensamientos normales y preguntarme una vez más por qué hablarán tan mal ahora las chicas. Ni a mi propia hija puedo educar en contra de la corriente.

Adelita había abierto la puerta a su hermano menor y le estaba diciendo con energía y decisión:

-No voy y no voy. Se pongan como se pongan. No pienso dejar a Ricardo un mes para estar con estos carrozas. ¿Qué coño sabrán ellos lo que es el amor?

Publicado en "La Nueva España" el 24 de Junio de 2007.

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lunes 4 de junio de 2007

Una pequeña historia


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Desde niño le tengo miedo a lo que se suele llamar «la Justicia», y no sé si ese temor es una virtud o un defecto. Lo mismo, o parecido, me ocurría con lo del «temor de Dios», que todos lo consideraban una virtud, pero yo no lo tenía nada claro, pues pensaba en lo difícil que es amar a alguien y también tenerle miedo.

La historia que voy a contar sucedió cerca de aquí y es más o menos verdadera. Hay varios implicados, pero el que más sufrió se llamaba Telesforo, que era hijo de don Aniceto Poca Rodríguez y de doña Mercedes Cabeza Husillos. El chico, naturalmente, se llamaba Telesforo Poca Cabeza, aunque era de natural despierto y cumplía a satisfacción con todos los encargos, encomiendas y mandados que le pedían los mayores. Además, siempre estaba de buen humor. Tanto, que llevaba con toda dignidad y hasta con un poco de coña las chanzas que sus compañeros de colegio, incluidos profesores, hacían de sus apellidos. Telesforo solía seguir las bromas y hasta a veces apostillaba: «No soy el único de la familia. Mi tía Lola, casada con el hermano de mi madre, se apellida Fuertes. En las tarjetas tiene que poner: "Dolores Fuertes de Cabeza"». Esto hacía sonreír a los oyentes, que, al ver que Teles llevaba bien el asunto y no se picaba, enseguida cambiaban de tema.

Telesforo, en algún momento de su juventud, pensó en modificar ligeramente sus apellidos, pero no daba con la fórmula adecuada. Telesforo Pocaca Beza le sonaba muy mal, y apellidarse Po Cacabeza no le convencía. Algunas veces añadía una «ese» al final de uno de sus apellidos y, al deshacer la concordancia en singular, la cosa quedaba algo mejor.

Telesforo, como digo, salió despabilado, y enseguida aprendió el honroso y vetusto oficio de carnicero, para el que hay que tener buena mano y mejor tino.

«Ten cuidado no vayas a llevarte un dedo con esos cuchillos tan afilados», le decía a diario su madre.
Telesforo sonreía, agradecido por la cariñosa advertencia.
Poco después de volver de la «mili», Teles se casó con Teruca, una buena chica, limpia y hacendosa. Tuvieron dos hijos, a los que daba gloria ver crecer. Ahora era su mujer la que repetía: «Ten cuidado, Teles, con los machetes, no vayas a llevarte una mano». Y Teles volvía a sonreír complacido.
Pero la desgracia no vino por el acero, sino por donde menos se pensaba.
Un día el joven carnicero, que ya tendría sus treinta y siete años, recibió una citación del Juzgado. No le dio mucha importancia, pues tenía la certeza de no haber hecho nada malo, pero pronto el asunto pasó a mayores: un chiquito de once años, poco más que un niño, vecino del bloque en el que vivían Teles y Teruca, le había denunciado por abuso sexual. En realidad la denuncia la puso la madre, después de que se lo contara el chico. La señora era de armas tomar, por lo que puso toda la carne en el asador. Hubo una rueda de reconocimiento y el chico identificó al carnicero sin titubear.
Le cayeron doce años, año arriba o abajo, pero Teles no estaba dispuesto a ir a prisión, y nada más oír la sentencia, antes de ingresar, desapareció sin dejar rastro. Eso complicaba las cosas desde el punto de vista legal, y para la madre denunciadora era la prueba irrefutable de la culpa del joven carnicero.

Pasó algún tiempo. Dos o tres años. Teruca y sus hijos sufrieron lo indecible. El mayor, que ya era casi mozo, apretaba los dientes cuando veía a los denunciantes. Mucho por rabia, bastante por impotencia y algo por duda.

La señora de armas tomar estaba, en cambio, satisfecha, y preparaba con detalle la primera comunión del hermano pequeño del abusado. Al ser una familia muy religiosa, era obligado que todos comulgasen con el neófito, como así fue.

A los pocos meses, el párroco de la zona fue al Juzgado y pidió hablar con el juez que había conocido del caso. No dijo mucho. Simplemente le aseguró que Telesforo Poca Cabeza era inocente y que debían revisar el asunto. No le sacaron más.

Curiosamente le hicieron caso y volvieron a tomar declaración al chico y a su madre, en circunstancias distintas. Esta vez el joven cantó de plano. Todo venía de una mañana en la que el carnicero había reprendido al entonces niño y a alguno de sus amigos por querer robarle, torpemente, unos chorizos. Teles ni se acordaba de aquello, pero el chiquito se la había jurado.

Se aclaró el asunto, y Teles, que había estado en discreto contacto con la familia, pudo regresar de Brasil. Le recibieron como a un héroe, pero eso no le importaba mucho. Volvió a abrir la carnicería y cuando algún cliente le decía «más vale tarde que nunca», Telesforo contestaba arqueando las cejas: «Sí, claro, el que no se consuela es porque no quiere».

Publicado en "La Nueva España" el 4 de Junio de 2007.

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