Artículos de Prensa

Artículos de Prensa de José Mª Izquierdo Rojo

miércoles 29 de abril de 2009

No sólo pasión y patadas


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En una de las pequeñas historias que preceden a la que cuenta las aventuras de «Don Camilo», Giovanni Guareschi dice: «Los muchachos de hoy hacen reír cuando van en bicicleta: guardabarros, campanillas, frenos, faroles eléctricos, cambios de velocidad, ¿y después? Yo tenía una Frera cubierta de herrumbre, pero para bajar los dieciséis peldaños de la plaza jamás desmontaba: tomaba el manubrio a lo Gerbi y volaba hacia abajo como un rayo».

Cuento esto porque hace unos días me vino el párrafo a la cabeza cuando vi a unos niños, de 10 años más o menos, jugando animadamente al fútbol. Lo hacían en un campo bien marcado, con porterías de madera y hasta algo de yerba en el suelo. Iban bien equipados: botas con tacos, medias, camisetas del mismo color en cada equipo y pantalones a juego. Cada «porterín» usaba guantes y rodilleras. Había un entrenador por bando, árbitro vestido de negro y muchos padres en los márgenes del campo animando a sus chicos. El balón, de reglamento.

Nosotros, cuando salíamos del Instituto Alfonso II, cogíamos una piedra pequeña y plana que hacía de balón, buscábamos dos alcantarillas opuestas en la calle de Santa Susana (pues la de este periódico, Calvo Sotelo, estaba entonces sin asfaltar y no tenía alcantarillas) y allí echábamos grandes partidos. Cuando empezó a haber demasiados coches y nos veíamos forzados a interrumpir el juego con frecuencia, jugábamos en el Bombé, cambiamos las alcantarillas por bancos enfrentados, y con una pequeña pelota de goma disfrutábamos como verderones. También jugábamos en la Herradura, aunque ahí no había «porterías naturales» y las marcábamos con pequeños montones de carteras de libros, gabardinas o ambos. Algún árbol ayudaba. Por supuesto que usábamos zapatos o botas de calle y la misma ropa de siempre. La carencia de árbitro favorecía las discusiones, los insultos y hasta las pequeñas peleas.

Con todo, sea de la precaria forma de antaño o de la lujosa de hogaño, estoy muy a favor de que los muchachos jueguen al fútbol (o a deportes semejantes) y voy a explicar por qué.

En primer lugar, el fútbol va creando en los chicos la idea de que hay unas normas que es preciso respetar, y que si no las respetan, el resultado de la acción -aunque fuera aparentemente bueno- no sirve de nada porque es anulado, e incluso puede ocurrir que el que hace dicha acción no reglamentaria sea castigado.

Sencillo es tomar el balón con la mano y meterlo en la portería contraria, pero de nada sirve. La trampa es inútil y, con toda probabilidad, tendrá su castigo. Las normas que nos hemos dado, y hemos aceptado (al menos por mayoría) hay que cumplirlas, tal como sucede en la vida real.

En segundo lugar, y relacionado con lo anterior, el fútbol hace ver a los muchachos que hay una autoridad que es preciso respetar: la del árbitro en este caso, que tiene potestad incluso para expulsarnos del campo sin apelación posible ni argucia dilatoria. Esto creo que es importante en esta época, en la que la autoridad de los padres está perdida o no se ejerce, y la de los educadores está limitada precisamente por no existir la parental. Más autoridad tiene un árbitro para expulsar a un jugador del campo que un profesor para echar a un gamberro de la clase.

Otra idea que intenta transmitir este deporte es que el exceso puede ser nocivo. Bien está que un jugador busque la victoria de su equipo y se emplee a fondo, pero si se pasa en ardor y usa la violencia, tiene muchas posibilidades de ser expulsado, con lo que causará un grave perjuicio al equipo que quería que fuese vencedor a toda costa. No es mala enseñanza ésta de que la moderación es superior al exceso, y lo justo a lo demasiado.

Por último, entiendo que el fútbol, al ser jugado por once personas, favorece la noción de trabajo en equipo. No es tan importante hacer una buena jugada individual como triunfar y llevarse la victoria y los puntos. Esto es interesante y puede ser hasta formativo en un país tan individualista como el nuestro. Quizá no sea casualidad que -hasta hace poco- hayamos destacado más en deportes practicados por una sola persona (ciclismo, tenis, piragüismo, atletismo, etcétera) que en los de equipo. Esto, afortunadamente, está cambiando con las nuevas generaciones.

Por todo lo expuesto, creo que el fútbol no es sólo pasión, patadas y griterío, o al menos no tendría que serlo. Hay también, como en la mayoría de los deportes, un aspecto educativo, que quizá -entre todos- debamos favorecer. No es malo que los chicos jueguen al fútbol y a deportes similares, y me alegro mucho de que ahora lo puedan hacer con portería y balón «de verdad», y no con la penuria de la piedra y las alcantarillas.

Publicado en "La Nueva España" el 29 de Abril de 2009.

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lunes 22 de diciembre de 2008

Del Oviedín de antaño: Ernesto y Blas


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Hace unos sesenta años Ernesto se ganaba la vida haciendo recados por Oviedo con su carrito ligero tirado por un burro. Lo mismo llevaba un par de lecheras grandes que un cajón de libros; o un sofá que iba al tapicero como un odre lleno de vino que venía de la taberna. Un día, siendo yo niño, mi madre se empeñó en llevar a arreglar un enorme reloj de pared, el doble de alto que yo, que había dejado de funcionar. Vino Ernesto y lo cargó con mi ayuda y la del portero de la finca, y cuando se disponía a marchar con el voluminoso reloj, yo, que me moría de ganas de subir al carro, le pregunté que si me dejaba ir con él. Ernesto, que era muy mirado, le preguntó antes a mi madre, que autorizó el pequeño viaje urbano, con lo que -encantado de la vida- me subí al carro, al lado de Ernesto, sin dejar de preguntar todo lo que se me ocurría, que era mucho.

Yo había leído algunas historias de carreteros que blasfemaban y pegaban mucho a las caballerías y quería saber si era cierto, pero como no me atrevía a preguntarle a Ernesto si blasfemaba y castigaba al animal, dije prudentemente:

-¿Hay que pegarle mucho a este burro para que ande?

-¿Pegarle? No, a «Blas» no hay que pegarle. Le dices lo que hay que hacer y lo hace.

-¿Se llama «Blas»?

-Sí, atiende por «Blas». Es muy inteligente.

-¿Pero no es un burro?

-Sí, pero un burro listo. O sea, un asno, un pollino, dijo todo serio Ernesto. Mira, a ver qué te parece lo que vas a ver.

Bajábamos por la calle Gil de Jaz, a punto de entrar en Uría y teníamos que ir a Doctor Casal. Ernesto soltó las riendas y un poco después dijo enérgicamente en alta voz: «¡A la derecha!», y «Blas», obediente, giró hacia ese lado. Ya enfilaba Uría adelante, cuando el transportista dijo con grito estentóreo: «¡A la izquierda!». Y el jumento tomó hacia abajo por Doctor Casal. Naturalmente yo estaba asombrado y pregunté si también me obedecería a mí. Ernesto, cauto, dijo: «No sé, este "Blas" es muy suyo, a lo mejor extraña la voz, pero prueba a ver».

Pasamos Melquíades Álvarez y en el siguiente cruce de nuestro trayecto teníamos que girar de nuevo a la izquierda, para entrar por Campoamor. Las riendas estaban sueltas, colgando dentro del carro, y yo dije con mi vocecita infantil: «¡A la izquierda!». «Blas» pareció desconcertado. Ernesto me dijo por lo bajo: «Repítelo más fuerte, grítale con ganas». Así lo hice y esta vez «Blas» hizo el giro ordenado con toda naturalidad.

Yo hubiera repetido las órdenes con gusto, y varias veces más, pero Ernesto, otra vez muy serio, dijo: «Voy a coger las riendas. No se debe abusar de la inteligencia de los demás...».

Publicado en "La Nueva España" el 22 de Diciembre de 2008.

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viernes 12 de septiembre de 2008

Recuerdo de un compañero


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Supongo que es lo normal permanecer un buen rato con la hoja en blanco delante, mirando inexpresivamente el papel, cuando uno se propone escribir algo sobre un amigo muerto inesperadamente.

-¿Y por qué hacerlo?, me pregunto.

-No lo sé, me contesto. Pero siento cierta necesidad; una especie de deseo más o menos consciente, nebuloso, inconcreto. Parece como si me fuera a producir cierta tranquilidad o alguna satisfacción que los demás sepan lo que pensaba de él, que se enteren de que siempre lo tuve por un gran muchacho, que lo apreciaba, que admiraba lo poco que de él conocía.

En realidad nuestras conversaciones fueron escasas y no muy largas. Él era parco en palabras y yo no soy locuaz. ¿De dónde viene pues la silenciosa camaradería, la casi tácita amistad, el lacónico respeto mutuo? Pues viene de la primera hilera de la derecha en la formación de la Compañía que nos dio común albergue en el campamento de Montelarreina, en la milicia universitaria. Allí fuimos compañeros durante dos veranos. Compañeros de hilera, pero no de fila, porque él ara algo más alto que yo y, por tanto, estaba en la fila de delante. Día a día desfilábamos juntos y no debíamos de hacerlo mal porque a ambos nos habían colocado en la primera hilera de la derecha, que es la que más se ve.

Él iba inmediatamente delante de mí, en la primera o segunda fila, de modo que en los frecuentes descansos y sobre todo en las largas esperas que teníamos que soportar formados, no era raro que se diese la vuelta y que charláramos algunos minutos, no muchos, pues ya digo que era poco hablador. Nuestra común y orgullosa asturianía reforzaba la curiosa y escueta relación «posicional» que tuvimos.

Era, entonces, Ernesto un muchachote sano y fuerte. Era la viva estampa de la salud y de la fortaleza. Callado, noble, sonriente, amigo de todos y enemigo de nadie, se hacía querer tanto por los mandos como por los compañeros.

Después lo vi muy poco, apenas tres o cuatro encuentros fortuitos en más de cuarenta años, alguno en Celorio, donde pasaba algunos fines de semana trabajando en su jardín. Pero nuestra amistad de la hilera de la derecha se mantenía, quizá más en el recuerdo que en la realidad.

Siempre lo tuve por un corredor de fondo; tenaz, constante, tesonero, poco amigo de los triunfos fáciles o rápidos. Era hombre discreto, sencillo, nada alambicado. No sé lo que él pensaba de mí, pero nada malo podía ser, pues creo que la maldad le era desconocida, como les ocurre a muchos amantes de la montaña.

Desde nuestra sobria amistad, fraguada en la primera hilera de la derecha de la formación en la común compañía de Montelarreina, lleno la hoja en blanco con estos desgranados recuerdos de un hombre de bien, un noble deportista y un médico amigo.

Publicado en "La Nueva España" el 12 de Septiembre de 2008.

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miércoles 4 de abril de 2007

La Chucha


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-Señora, ¿es éste el puesto de La Chucha?
La señora me mira con cierto disgusto entreverado de resignación.
-Si hijo, aquí es.
-Pues déme, por favor, dos bolas de anís de a perrona y un regaliz de a perrina.
-Aquí tienes. Un real.
-Tome el real. Adiós señora.
Un año después, cuando ya iba a la escuela del Instituto, la de don Ulpiano y don Ramón, que ahora veo claramente que era la mejor escuela del mundo, volví por allí.
-Me puede dar dos reales de restallones y un regaliz de cordón.
-Si hijo, aquí tienes. Una peseta.
El regaliz de cordón que es talmente como un cordón de zapatos negros, es sabroso y, bien masticado, hasta parece nutritivo. Además dura mucho. Sabe a una mezcla de azúcar, regaliz y gominola que da mucho gusto. Cuando alguien nos pedía un trozo del sabroso cordón, y lo hacía bruscamente y sin educación, le contestábamos de la misma manera:
-Dame un poco.
-Come moco.
Por aquellos tiempos se iba extendiendo la extraña costumbre norteamericana de masticar mucho sin tragar nada.
-¿Me puede dar un chicle de a peseta?
-Si hijo. ¿De menta o de fresa?
Algunos días cambiaba el objeto de consumo, me sentía más tradicional y me acercaba al barquillero.
-¿Cuánto cuesta tirar a la rueda?
-Un real por tirada. Cuatro a la peseta. Sólo para las galletas, los barquillos van aparte.
-¿Puedo tirar dos veces y después me da dos reales de barquillos?
-Bien, tira a ver las galletas que sacas. Por dos reales te doy tres barquillos.
En el paseo del Bombé solía estar el pirulero, que era hombre de poca estatura, pelo blanco y gesto afable. El pirulero no se enfadaba porque se le llamase pirulero, y era muy atento y condescendiente.
-¿A cómo son los pirulís?
-Las piruletas a cincuenta céntimos y los grandes, los auténticos pirulís de La Habana, a peseta.
-¿Qué quiere decir auténtico?
Al pirulero se le vio un poco desconcertado.
-Pues que es de verdad, el verdadero.
-Bueno, pues déme uno de los de verdad. Cuando empecé el Bachiller, a los nueve años, mi abuelo me regaló un duro. Me llegué hasta La Chucha con aires de indiano.
-¿A cómo son los banzones?
-A perrona. Las chinas a dos rea les. Los cubanos a peseta y los mejicanos a dos.
-Pues déme diez banzones, una china y un mejicano.
Y me fui la mar de contento a jugar al “guá”, en su modalidad de “primeras”, “pie” y “matute”, que se me daba mejor que “a la raya”.
Con el predesarrollo de los cincuenta llegaron las pipas a Oviedo. Antes sólo las había en los quioscos de Madrid. Lo mismo ocurrió, algo más tarde, con las palomitas de maíz. También por entonces empezaba a haber algo más de dinero.
-¿Me da un paquete de pipas, unos conguitos y una bolsa de palomitas?
-Si hijo, aquí tienes. Son siete cincuenta.
“Tempus fugit”. En seguida hubo que tapar los pelos de las piernas. Con los pantalones largos llegaban los primeros humos.
-¿Tiene Celtas?
-¿Cortos o largos?
-Cortos.
Aquí tienes. Son cuatro cincuenta.
Maripili, ¿a ti te dejan ya salir sola por las tardes?
-Pues claro, me contesta con suficiencia teñida de desdén. Ya tengo quince años. ¿Y a tí?
-Claro. Ya voy a Preu. Oye, ¿quieres venir esta tarde al cine conmigo?
Echan una película en el Aramo que dicen que es muy buena.
-Bueno. ¿Dónde quedamos?
-En La Chucha a las cuatro, ¿te parece?
Después de comer, mientras me fumo un Celtas, se me ocurre que a Maripili a lo mejor no le gusta el olor del tabaco negro.
-¿Tiene Chester?
-Si hijo. ¿Cuántos quieres?
-Déme una cajetilla.
-Toma. Son seis pesetas.
-¿No costaba un duro?
-Ha subido la semana pasada.

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Las fuentes del Campo


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Me refiero a las del Campo de San Francisco, a las del anti­guo y frondoso parque de Oviedo, quizás antaño jardín de monasterio, que tiene varias en su verde recinto, todas hermosas, cantarinas y refrescantes.
Las fuentes, todas las fuentes del mundo, tienen un poco de vida. O quizá un mucho. Tal vez porque el agua no se está quieta, y fluye y mana y corre sin cesar; tal vez porque canta, y su canción nos acom­paña; tal vez porque el agua es vida, manantial de vida, y origen y condición de toda la vida que nos rodea. O acaso porque nace de las entrañas de la tierra en inter­minable y continuado parto, que también es comienzo de vida. El caso es que no suelen parecer las fuentes naturaleza muer­ta, sino más bien animada, viva, palpitante.
Las fuentes del Campo que mejor recuerdo son tres: el Caracol, la Fuentona y las Ranas.
El Caracol es la fuente para beber. El hontanar de agua refrescante. Tiene tres caños que salen de entre las piedras y manan sin cesar. A veces salpica, y el suelo se encharca, y no podemos acercarnos a apagar la sed sin poner en peligro los zapatos.
La Fuentona ocupa el extremo oriental del paseo del Bombé. Es grandona y redonda, como una matrona. Antes tenía truchas y, cuando chicos, salíamos del Instituto a eso de la una y echábamos moscas a la superficie del agua para ver como las devoraban las truchas, que estaban gordas y rollizas, pro­bablemente a base de mosca fresca recién cazada.
La de las Ranas es la más romántica. Está rodeada de amor. Del amor de las parejas que la frecuentan. Desde el balcón de mi casa, cuando vivía en Oviedo, se veía perfectamente la fuente de las Ranas y se distinguía con claridad la gruesa capa de amor que la circunda, especialmente al atardecer.
Antes de marcharme le hice una foto, en invierno, claro, que es cuando no hay hojas, y la fuente y el amor se distinguen por entre las ramas oscuras y desnudas que casi llegaban al balcón de mi casa.
La de las Ranas es también la fuente más cantarina y no sólo entretiene a las parejas, que le pagan en amor, sino a los niños, que pagan en inocencia y en sonrisa con algo de candor, y también a los viejos, que ya han olvidado el rosa y viven en el amarillo, y pagan con reflexión, experien­cia, y, a veces, consejo.
La de las Ranas, como todas las fuentes del mundo, está muy viva y se la ve espe­ranzada en primavera, dicharachera en verano y nostálgica en otoño. En invierno se queda más quieta, sobre todo con la nieve, que la deja recogida y callada, un poco mustia.Desde el balcón de mi casa, en esos días de sol pálido de invierno, más que nada hacia el mediodía, se distinguía perfecta­mente la ilusionada alegría de la fuente cuando los niños se divertían a su vera.

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El campo en otoño


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En Oviedo, el campo es el de San Francisco. Casi ningún ovetense lo llama «parque», sino que la mayoría le dicen «el campo».
Este es nuestro campo, que ahora otoñea y se vuelve íntimo, recoleto y nostálgico. Y también desnudo, despejado y claro.
Desaparecen muchas hojas, se caen algunas ramas, y empiezan a escasear las parejas de enamorados, consustanciales al campo en primavera y verano.
El campo, sin hojas ni enamorados, es menos campo. Ahora lo cruzamos más deprisa, y durante el trayecto casi siempre le dedicamos un pensamiento al otoño. Al otoño sepia y ocre, y marrón claro y beige, y castaño y siena, y a veces pardo. Colores tenues, suaves, tolerantes. Colores sin odio ni agresividad. Colores mates, de recuerdo y de saudade.
En otoño el campo es la suave melancolía de la ciudad. Es su ombligo nostálgico, su cordón umbilical que le une al pasado.
A los tiempos de la niñez y de sus juegos inocentes, en el Angelín y en la Rosaleda. A los barquillos y los pirulís, a «Petra» y a «Perico», a la ardilla y a los «bambis». Al despertar de la juventud, a los escarceos enamoradizos de los Alamos y del Bombé. A los pensamientos reflexivos de los paseos solitarios de la madurez.
Cuando el campo otoñea se torna más digno. Se vuelve hermoso en su noble declinar, grave en su inexorable decadencia.
Como el pensamiento de los hombres, se hace más puro, se acendra. El otoño del hombre también lleva rigor a su razonar, dignidad a su aspecto y seriedad a su conducta.Las hojas ya no impiden que la claridad llegue hasta el fondo. Por ello, la luz de otoño alumbra, a veces, mejor que la del verano, pues tiene menos sombras. El otoño es tiempo de meditación y de reserva.

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En el Instituto, cincuenta años después


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Crucé el Bombé al anochecer, seguí por el paseo de los Curas en dirección a la Fuentona y subí un poco hacia la derecha. Como iba meditando en los partidos de fútbol de la Herradura, hoy imposibles, apenas me di cuenta de que tenía a la vista el Instituto.
Estaba el portón abierto, el de Calvo Sotelo, que era por el que entrábamos los alumnos, y sentí ganas de pasar adentro a fisgar. Al cruzar el umbral, de repente, sentí los versos de Lorca:

La noche se puso íntima
Como una pequeña plaza.

Mis recuerdos y yo. Lo primero que me vino a la cabeza fue la imagen de don Ulpiano, el profesor de la Escuela Preparatoria. Don Ulpiano fue el mejor enseñante que conocí en la vida. Ni catedráticos de la Autónoma, ni profesores de UCLA, ni eméritos de Oxford. Don Ulpiano. Amor a los chicos, claridad de mente y sentido común. Y sobre ello, muchas ganas de que aprendiéramos. Para enseñarnos lo que era la presión atmosférica llevaba una vasija llena de mercurio y repetía, delante de nosotros, el experimento de Torricelli. Para las Ciencias Naturales nos mostraba minerales, pájaros disecados, ranas, lo que fuera. El verdadero maestro, decía Marañón, no enseña cosas, enseña modos. Don Ulpiano nos enseñó cosas y modos. Educación, comportamiento, conducta, ética, a más de desasnarnos.
En los cursos de Bachiller ya teníamos varios profesores. En su mayoría excelentes. Anita Fratarcángeli, prodigio de energía y entusiasmo docente, que nos hacía aprender latín nolens volens. Mari Montero, de enseñanza suave, pero eficacísima y honda. Don José, su señor padre, que respetaba y quería a sus alumnos de Dibujo, que teníamos 10 años. Don Moisés López de Turiso, más conocido como don Turiso, vigoroso a pesar de la edad, de clases amenas y placenteras. Había otros: don Fernando, el de Matemáticas, a quien llamábamos “Vaporinos”, por su costumbre de mover los labios como si expulsase pequeños soplos de aire; don Virgilio Trabazo, de Ciencias Naturales; la señorita Balbín, magnífica docente de gramática española. Casi todos buenos, algunos excelentes.
Hasta don Julio García, que daba Gimnasia y Política, era un gran educador, que conectaba con los niños sin problema alguno. Sus clases eran entretenidas y su vocación por el deporte manifiesta.
En aquellos tiempos era frecuente que los maestros pegasen, pero en el Instituto eso era muy raro. A don Ulpiano sólo le vi en una ocasión dar una bofetada a un chico, y después, en el Bachiller, era excepcional que un profesor empleara el castigo físico. “Vaporinos” era aficionado a dar un tirón de orejas (a mi amigo Joaquín Orejas le decía: acérquese señor Orejas, que le voy a estirar las ídem), y don Turiso podía ocasionalmente emplear el puntero para dar un coscorrón, pero ahí quedaba todo. En cambio sí ví más de una paliza, brutal y en público, en el colegio de frailes en el que estudié más tarde, pese a que ya estábamos en el Bachiller Superior; o sea, que teníamos 15 años o más.
El ambiente en el Instituto era liberal, y sólo cuando fui interno a un colegio de frailes me di cuenta de lo que había perdido. Los chicos también teníamos buen ambiente. No faltaban algunas peleas, pero el fútbol lo hacía olvidar todo. Jugábamos con cualquier cosa redonda y poníamos pasión y hasta algunas migajas de arte.
Cuando entré en el patio vi que todo estaba cambiado. En el prao de nuestros amores futboleros habían construido un sólido edificio. En la antigua cancha de tenis, otro. En realidad todo era distinto.
Me fijé entonces en la esquina de “la señorina”. Eso estaba igual. La misma esquina, aunque sin “señorina”. ¿Qué sería de ella? La “señorina”, a quien algunos llamaban “la paisanina”, llegaba todos los días unos minutos antes de que saliéramos al recreo. Llevaba una enorme cesta sobre la cabeza, en sorprendente equilibrio, y andaba con ella encima con toda soltura, lo que le permitía tener las dos manos libres. Llegaba a su esquina, que estaba debajo de un alero, por si llovía, y bajaba la cesta grande, cuadrada, hecha de anea o de espadaña, llena hasta los topes. Allí esperaba en silencio hasta que los chicos inundábamos el patio de gritos y carreras. Entonces se abría el comercio. Una manzana grande y sonrosada, dos reales. Una amarillenta, pequeña y con bicho, un real. Castañas e higos pasos, a perrona la unidad. Regaliz, a perrina.
-Señorina, ¿me da dos reales de cacahuetes?
-¡Eh, tú, que antes estaba yo!
-Mentira, estaba yo primero.
Entonces los chicos apenas decíamos tacos o palabrotas. Lo más algún empujón o algún: ¡chaval!, ¿yes bobu?
La inflación también alcanzaba a la paisanina, que iba subiendo sus productos de año en año. En tercero de Bachiller, por una peseta ya sólo te daba cinco castañas o cinco higos, y fabricaba los cucuruchos de cacahuetes de a peseta con un cuarto de hoja de “La Nueva España”, en vez de con media, como antaño.
La señorina era muy honrada y nunca se quedaba ni con una perrina de más. Al contrario, a veces a los clientes asiduos les daba un higo paso de propina. Para compensar, alguna que otra vez decía:
-Hoy sólo doy cuatro a la peseta porque son muy grandes.
Y era verdad, porque ya digo que era honrada.
Seguí caminando hacia la puerta por la que entrábamos al edificio, bien custodiada en tiempos por los bedeles Jiménez y Lázaro. Ahora había alguien armado, que me dio el alto bruscamente.
-¿Dónde va?
De momento no supe qué responder. Un poco avergonzado dije:
-Nada, nada, estaba dando un paseo. Ya me marcho.
Volví hacia el portón de entrada y pasé por la esquina de “la paisanina”.
-¿Podría darme una peseta de higos pasos?
La señorina me contestó desde Lorca:
-Si yo pudiera, mocito,
ese trato se cerraba.
Pero yo ya no soy yo
ni mi casa es ya mi casa.

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martes 6 de febrero de 2007

Guadamía, ¿o aguamía?


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Siendo yo mozo, o sea hace más de treinta años, los de Obras Públicas debieron de ser, pusieron carteles en las carreteras con los nombres de los ríos que las cruzaban. Al salir del concejo de Ribadesella y entrar en el de Llanes, colocaron uno muy visible que rezaba : Río
Guadamía.
Pasaba yo un dia de aquellos por allí, en el coche de D. Julio Gavito, padre, que era un Seat 1.400 de los primeros que salieron. Julio Gavito, padre, era un hombre muy culto (también lo es el hijo, pero de otra manera), que según él mismo decía “de Oviedo a Llanes conozco todos los montes, ríos, caminos, y hasta los praos”, lo que se acercaba mucho a la realidad.
Tenía siempre la amabilidad de recogerme en la carretera cuando me veía haciendo auto-stop , y además me invitaba a un café con madalenas en casa Manín, en Ribadesella, cuando la carretera pasaba casi por el centro de la villa. Algunas veces concertábamos el viaje por teléfono. Ambos pasábamos el verano en Llanes, pero trabajando -a días- en Oviedo. De ahí nuestros ocasionales viajes en común, y nuestra relativa amistad a pesar de la diferencia de edad.
Pues bien, el primer día que vimos el cartel, me dijo Don Julio:
- Se han equivocado. No es Guadamía, sino Aguamía. Siempre se ha dicho Aguamía. Como hay tantos ríos en España que empiezan por Guada, de ahí debe venir el error...
Durante muchos años me he estado fijando en el nombre que se le da a este riachuelo. En la mayoría de mapas y planos, especialmente en los modernos, puede verse Guadamía, lo que, sobre ser un cierto error, puede inducir a más error, pues el prefijo “guada”, que significa río en árabe , podría hacer pensar en una influencia árabe en estos territorios, que obviamente no existió.
En algunas obras moderna y bien documentadas (como la Gran Enciclopedia Asturiana o Asturias Concejo a Concejo) se citan los dos nombres, y se refieren al pequeño río con ambos términos: Guadamía o Aguamía, que hacen así sinónimos. En cambio, en los libros antiguos que he podido consultar sólo he encontrado el que creo más auténtico, el de Aguamía.
El diccionario geográfico-estadístico-histórico de Madoz (1845-50) es aquí incuestionable : dedica ocho líneas exactísimas al topónimo Aguamía y no cita el de Guadamía.
A mí me parece que alguna eminencia gris de Obras Públicas de aquella época, seguramente desde Madrid, diría ¿Aguamía?...será Guadamía, como en otros sitios. Y reconfortado con el recuerdo del Guadiana, Guadalquivir, Guadalhorce, Guadalaviar, Guadalete y tantos otros, se quedó tranquilo. Pero no hay ríos cuyo nombre comience por Guada en el norte de España. Se comprende la metátesis, y la lengua está llena de casos similares, pero también se puede comprender un pequeño afán por poner las cosas en su sitio.

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